Isabel Martín, una conocedora de la cultura griega. / RC
"Las hetairas eran quizás las mujeres más libres de la
Grecia clásica". Quien así habla es Isabel Martín, autora de 'La
curandera de Atenas', novela que acaba de aparecer en bolsillo a cargo
del sello Booket. En su libro, Martín recrea la historia de una mujer
que, por diversos avatares, llega a ser curandera y hetaira. Su libro es
una buena ocasión para hablar de la mujer y el sexo en la Grecia del
Pericles.
Les debemos a los griegos las matemáticas, la astronomía,
el pensamiento filosófico, el teatro, la democracia y un largo etcétera
de logros sociales y científicos. Pero también les debemos la cultura
del hedonismo, del disfrute de la vida, del gusto por la fiesta, la
juerga y el sexo, un legado que Occidente ha conseguido mantener a pesar
de los múltiples y reiterados intentos del poder civil y religioso por
reprimirlo. "En el fondo, todos seguimos siendo griegos, todos
compartimos unos valores que nacieron hace más de dos mil quinientos
años en una pequeña ciudad de apenas trescientos mil habitantes. Atenas
desarrolló una sociedad sorprendente que brilló como una supernova para
consumirse después dejando un legado que ha perdurado a lo largo de los
siglos", explica Martín.
En esa ciudad, en la que solo cuarenta y cinco mil de sus
habitantes eran considerados ciudadanos, la clase alta vivía por y para
el disfrute, tanto intelectual como físico. Pero, para ver la situación
en su conjunto, hay que tener en cuenta que Grecia era, y eso es
también un legado que se ha perpetuado hasta nuestros días, una sociedad
profundamente misógina. "No hay más que leer a Platón, para quien las
mujeres son una degeneración física del ser humano, o a Aristóteles, que
habla de las mujeres como "varones estériles" incapaces de preparar su
fluido menstrual con el refinamiento suficiente para que se convierta en
semen (en semilla)", apunta la autora.
En Atenas las mujeres acomodadas no podían tener
propiedades, ellas mismas eran propiedad de su marido, vivían recluidas
en los gineceos y no se relacionaban socialmente con su esposo,
demasiado ocupado con sus múltiples actividades sociales, políticas e
intelectuales y lúdicas.
Excepciones
Esta realidad, sin embargo, tenía asombrosas excepciones.
Es el caso de las sacerdotisas, mujeres con un poder indiscutible, dada
la gran importancia de la religión en la vida griega. Las curanderas y
las hetairas eran, quizá, las únicas mujeres que gozaban de cierta
libertad y estatus, al ser elementos fundamentales para esa vida de
fiestas y jarana a la que tan aficionados eran los griegos. "Tenemos las
hetairas para el placer; las concubinas para el uso diario y las
esposas de nuestra misma clase para criar a los hijos y cuidar la casa",
decía Demóstenes con gran pragmatismo.
"Las hetairas acompañaban a sus clientes a los lugares
públicos y estos competían por conseguir a la hetaira más bella y
famosa, pues su posesión era un signo de estatus indiscutible", señala
la autora. Solían estar unidas a un solo amante durante meses e incluso
años y los hombres les dedicaban atenciones que nunca hubieran soñado
con brindar a sus esposas.
Pero no era solo sexo lo que las hetairas ofrecían a sus
clientes. Eran cultas, algo poco habitual entre las mujeres griegas,
educadas únicamente para atender las labores domésticas; eran
indiscutibles árbitros de la moda; eran refinadas, sabían tocar
instrumentos, hablar de política y filosofía, y, por supuesto, preparar
las mejores fiestas en las que se bebía y se comía hasta la extenuación,
se discutía de lo divino y lo humano, se cantaba, se escuchaba música y
se dejaba vía libre a los instintos más primarios.
Es difícil para una persona del siglo XXI entender lo que
podía significar en la sociedad griega el personaje de la hetaira, cuyo
nombre, femenino de hetairos, "compañero", ya muestra su condición
especial. Algunas de las hetairas más famosas llegaron a alcanzar una
posición social muy elevada, sobre todo en ciudades prósperas como
Corinto o Atenas, tanto que el nombre de alguna de estas mujeres ha
llegado hasta nuestros días por su talento, su belleza o su codicia. Es
el caso, por ejemplo de Hoia, a quien sus clientes apodaban 'Heléboro'
porque esta planta se creía remedio contra la locura, o Rodopis, esclava
que, tras comprar su libertad, llegó a ser rica y famosa. O la pobre
Lais de Hicara, que fue linchada por un grupo de esposas en el santuario
de Afrodita.
Aspasia de Mileto
Aunque quizá el ejemplo perfecto de la fama e influencia
que podían alcanzar estas mujeres se encuentra en Aspasia de Mileto, la
amante de Pericles, autocrator de Atenas en su época de mayor esplendor.
Aspasia y Pericles mantuvieron una estrecha relación durante años;
Pericles se divorció de su mujer, aunque no pudo casarse con Aspasia por
una ley dictada por él mismo; tuvieron hijos y vivieron juntos hasta la
muerte del estadista.
"Aspasia era una mujer sorprendente. Era de familia
acomodada, pero huyó de su Mileto natal hacia Atenas por negarse a vivir
la vida de ama de casa que su condición le auguraba", dice Isabel
Martín. "Aspasia era una mujer muy culta, tanto que hasta el propio
Sócrates alababa su inteligencia". Su belleza era legendaria y su
hospitalidad: a sus salones acudían los más insignes filósofos y
artistas del momento, lo que no era poco, y dirigió una escuela para
niñas en la que no solo se enseñaba música o costura.
Como toda personalidad fuera de lo común, Aspasia fue
víctima de la envidia y la maledicencia de sus conciudadanos. Fue
acusada de impiedad ('asebeia'), algo muy común y peligroso en la época,
por atreverse a hablar de los dioses en términos poco piadosos, y el
propio Pericles tuvo que llorar ante la asamblea de ciudadanos
implorando por su vida, lo que refleja el grado de democracia
participativa que se llegó a alcanzar en la Atenas clásica, aunque esta
democracia fuera ejercida solamente por cuarenta y cinco mil ciudadanos.