Grisélidis Real ha sido y es mi
principal referencia, la que me dio, juntamente a Marga Carreras y
Valeri Tasso, el coraje para dejar de sentir miedo, vergüenza y culpa, plantó cara juntamente a compañeras suyas, para luchar contra la violencia de los clientes y la polícia..y es más no es que ella sea la vecina de Borges, sino que Borges es el vecino de Grisélidis...
Montse Neira, prostituta y bloguera y escritora.
Renée Kantor - 17-07-2014
Sobre una de las lápidas del prestigioso cementerio de los Reyes en Ginebra están grabadas estas tres palabras: “Ecrivaine, peintre, prostituée” y, entre paréntesis, dos años: 1929-2005. En
la sepultura reposa Grisélidis Réal, rodeada de otros muertos lustres,
como el escritor Jorge Luis Borges y el teólogo protestante Juan
Calvino. Justo ella, la puta anticalvinista,
que deseaba permanecer bien lejos de la “terrible religión
judeocristiana y su noción hedionda del pecado”. La muerte permite que
suceda lo inesperado: que el cielo y el infierno se junten. Aunque estar
enterrada allí haya sido su deseo, que se cumplió el 9 de marzo de
2009, cuatro años después de su fallecimiento. Una última burla, una
epifanía explosiva, dirigida a la Suiza biempensante y calvinista que lo
vivió como una profanación.
Escribir sobre Grisélidis Réal
(escritora, pintora, prostituta)
es reunir los datos de varias vidas y construir con ellas otra vida que
no se asemeja a ninguna. De ella se ha dicho y escrito de todo. Dicen
que estaba loca. Que era un genio. Dicen que era autoritaria, agresiva y
vulgar. Que era una humanista, una maldita. Grisélidis, alguien siempre
al borde pero ¿al borde de qué? ¿Quién era Grisélidis Réal? ¿Quién fue
esta mujer con nombre de actriz trágica griega, aspecto de gitana y voz
rugosa? ¿En el
pequeño demonio de Egipto, país donde pasó su infancia, cómo la llamaban de niña? ¿Una puta revolucionaria ?¿Una idealista ingenua ?
—Una puta iconoclasta al borde del quebranto.
Así la definió Yves Pagés, responsable de la editorial francesa Verticales, en el prólogo del libro
Mémoires de l’inachevé (Memorias de lo inacabado),
una recopilación que reúne sus cartas escritas entre 1954 y 1993. Un
intercambio con personalidades de renombre como el escritor suizo
Maurice Chappaz, un interlocutor esencial; con una de sus dos hermanas
menores, con sus numerosos amantes. Una conversación literaria por
momentos irascible, por momentos lírica. Una forma de autobiografía
epistolar. En sus cartas pasa sin pausa del arrebato a la desesperanza,
de un elogio ardiente y vivaz a la convicción de que “la vida es un
asesinato permanente”.
—Creo que las cartas eran un pretexto para lanzarse a la escritura.
Grisélidis era un ser que se guiaba por el deseo. No era alguien capaz
de escribir en el vacío, ella escribía dentro de una relación. No
escribía para cautivar literariamente, ella escribía para seducir a
alguien. Estamos cerca de la novela libertina del siglo XVIII por sus
descripciones de época y sus confesiones íntimas –explica Pagès desde
París, por teléfono.
Grisélidis Réal nació en Lausana, Suiza, en 1929. Murió setenta y
seis años más tarde reivindicando toda su vida dos profesiones:
prostituta y escritora. Hija de profesores, un padre helenista que
falleció cuando ella tenía nueve años, pasó su infancia en Egipto, en
Alejandría donde su padre –Walter Réal– era director de la Escuela
suiza. “Tuve la posibilidad de tener padres intelectuales”, dirá ella al
evocar su infancia. Al morir su padre, ella y sus hermanas menores
–Corinnne y Viviane– recibieron una educación rígida y opresiva por
parte de su madre, galerista en Ascona, un pueblo suizo. “A su madre le
costaba mucho manejar a sus tres hijas”,
cuenta Igor Schimek,
su hijo mayor. “Ella tenía un modo muy abusivo de examinar el cuerpo de
sus hijas, incluso sus partes más íntimas. Para mí se trata claramente
de un abuso sexual”. Es que cada noche sucedía algo que iba más allá del
sometimiento. Gisèle Réal Bourgeois obligaba a sus tres niñas a ponerse
en fila sobre la cama, con las piernas al aire y abiertas para
inspeccionarles el sexo. “Ah, está rojo. Serás castigada”, le decía a su
hija mayor, Grisélidis, la única traicionada por ese color acusador.
Cuando amainaba la presión incesante de su madre, era en la escuela
donde la llamaban
el demonio de Egipto. “Es mala, toma un
látigo o una correa, le pega a sus hermanas y luego les cuenta historias
de dragones y de brujas para darles miedo, las hace sufrir y les impide
dormir”, se puede leer en su libreta escolar, transcrito en el prólogo
de uno de sus libros.
También fue su madre quien la llamó Grisélidis –un nombre suave y sonoro– inspirándose en un cuento en prosa de Perrault,
La marquisa de Salusses o La paciencia de Grisélidis,
la historia de una granjera que se casa con un príncipe locamente
enamorado de ella. Pero Grisélidis no tuvo esa suerte. Los padres de sus
cuatro hijos la olvidaron. No hubo príncipe azul que la rescatara sino
un breve paréntesis de paz mientras estudiaba en la escuela de artes
aplicadas de Zúrich. Luego se instaló en Ginebra, donde se casó a los
veinte años. Tuvo a su primer hijo a los veintitrés (Igor), se separó de
su marido y tres años después, con otro hombre, tuvo a su única hija
(Éléonore); luego nuevamente un hijo (Boris) junto a su primer marido y
al año siguiente dio a luz al cuarto niño (Aurélien). Con solo treinta
años era una mujer con cuatro niños de tres padres diferentes. Una madre
sin recursos, que pierde y recupera de manera intermitente la guarda y
custodia de sus hijos, que estarán o en casa de sus suegros o en
familias de acogidas o en institutos.
—Grisélidis era una persona extrema, alguien que ha ido muy lejos en
sus elecciones –explica Pagès–. Era una mujer terriblemente
contradictoria: una madre capaz de sacrificarlo todo por sus hijos, pero
que cuando los recuperaba sentía que no podía más y los daba. Yo diría
que era la misma relación que tenía con la prostitución, ligada a la
autodestrucción. Lo que me gusta, lo que me atrae de ella, es justamente
la presencia de esas pulsiones contrarias. Era un ser
impuro,
en el sentido de que no era completamente una madre, ni completamente
alcohólica, ni completamente una prostituta, ni completamente escritora o
pintora. Era una aventurera.
En
Confession d’une ancienne prostituée (Confesion de una antigua prostituta),
su propio elogio fúnebre escrito en 1999, se lee: “Sí, he vivido y
sobre todo me desintegré demasiado pronto, por todo: por haber muerto de
hambre, por la ausencia de mi padre, por la presencia de una madre
demasiado severa y sin embargo muy cariñosa, reventé por mi
tuberculosis, por mis fracasos escolares, por la angustia delante de la
policía, por las noches en busca de dinero, reventé de amor. Sí, he
tenido cuatro niños, por casualidad, porque en aquella época la píldora
no existía, y he estado embarazada once veces y todas las lágrimas del
mundo no resucitarán a esos pobres embriones inocentes, masacrados a
golpes de abortos más o menos oficiales y sangrientos, el último en
prisión”.
¿Cómo entender esas líneas tan crueles? ¿De dónde colgar esas palabras cuando se es
hijo?
—Creo que ella era un genio y también, como dijo el periodista
Jean-Luc Hennig, quien la conoció muy bien, creo que Grisélidis estaba
loca. Pienso que tenía un problema de personalidad, que era
probablemente
borderline. Tal vez haya encontrado en su forma
de vida una manera de poner allí todo su talento y su energía en un
combate que le ha permitido no enloquecer del todo. Grisélidis es
alguien por quien yo tengo un enorme respeto. Me parece que al final de
su vida adquirió una gran estatura como figura, una mayor trascendencia.
No por el reconocimiento social, sino por sus reflexiones. Estoy muy
orgulloso de mi madre, del ser humano que ha sido.
Esto dice Igor Schimek, 62 años, por teléfono, desde Vétroz, un
pueblo suizo de cuatro mil habitantes. Hijo mayor de Grisélidis, fruto
de su matrimonio con un joven pintor, Sylvain Schimeck. “Fue –afirma
Igor sobre sus padres– un
amor loco que terminó mal”. Para Igor, el encuentro con su madre –con
esa
madre– fue como saltar al abismo. Él la comprende, la estudia, como
quien observa las caras de un poliedro. Pero también, como quien intenta
descifrar las múltiples metamorfosis de la locura.
—Conocí a Grisélidis cuando acababa de cumplir mis diecisiete años.
Ella me abandonó, me entregó a los seis meses a mis abuelos paternos
porque, todo hay que decirlo, fue un abandono a pesar de las
dificultades que tenía para educarme y para que no le quitaran la
custodia. Mi padre jamás se ocupó de mí y mis abuelos impidieron todo
contacto con Grisélidis. Tenían buenaa intencionwa, pero no creo que
haya sido la mejor decisión.
A lo largo de la larga conversación telefónica, Igor llamará a su
madre por su nombre: Grisélidis. “Jamás le dije mamá. Éramos como dos
viejos amigos”. Antes del encuentro con su madre durante la
adolescencia, Igor recuerda haberse cruzado con ella una o dos veces,
cuando ella intentaba un acercamiento a escondidas. “Yo estuve muy
traumatizado por el abandono, me ha costado mucho enamorarme y ser un
compañero eficaz, ya que tenía un gran litigio que resolver con las
mujeres”. Igor es el único de sus hijos que aceptó ofrecer su
testinonio. Sus otros dos hermanos aceptan, a veces, entrevistas “aunque
viven de un modo muy marginal. Yo soy el más normal de los cuatro”.
Pero el gran misterio es Éléonore, su única hija, quien jamás aceptó
hablar públicamente, la única que lleva el apellido Réal, ya que su
padre no la reconoció. Cuando Igor habla de su hermana lo hace con una
ternura arrolladora, pero su voz refleja inquietud. “Éléonore –dice
Igor– ha idealizado mucho a Grisélidis durante su adolescencia y quedó
prisionera de un modelo que no le es posible ni imitar ni superar. Tal
vez no acepta participar en reportajes porque no quiere hablar mal de
Grisélidis, pero tampoco quiere hablar bien. Ella no logró existir por
sí misma”. Éléonore no logró liberarse de su propia biografía. Pero no
fue la única.
Sean valientes, combatientes, luchen contra la injusticia social, sean artistas. Ese
fue el mandato que Grisélidis lanzó a sus hijos. Y de alguna manera
–como pudieron– la escucharon: Igor es músico amaficionado además de
educador especializado, Éléonore pinta, Aurélien es músico profesional,
Boris esquivó el precepto artístico y vive alternativamente de un empleo
de chofer o de trabajos esporádicos.
“Grisélidis no era especialmente aplastante, pero tenía una
personalidad que no facilitaba la realización personal de sus hijos”.
Tal vez, como dice Igor, no haya sido aplastante pero fue, sin duda, una
mujer abrumadora. Actuó, habló, escribió, desde el hogar de los
disidentes, de los malditos, de los que vivieron una infancia arrasada y
a los que supo consolar gracias a “la compasión, la elegancia y al
conocimiento duramente adquirido del alma y del cuerpo humano”.
Grisélidis fue alguien capaz de saltar sobre el espacio ciego de la
cárcel, la prostitución, la falta de dinero, los hijos dispersos, sin
que aquello le haya impedido escribir, bailar, militar, amar. Alguien
decidida a habitar un lugar en el que “ningún acto es razonable si no es
sucitado en el fondo de nosotros mismos por nuestros deseos
escondidos”.
En el documental
Prostitución, filmado en 1976 por
Jean-François Davy, se ve a Grisélidis en su pequeño apartamento de la
rue du Cherche Midi en París, una superficie exigua donde se amontonan
almohadones, libros y algunas plantas, todo envuelto en una humareda y
arrullado por la música cíngara. Se la ve hermosa con su pelo negro
largo y espeso, sus rasgos serenos. Baila rodeada de hombres y mujeres
que la observan como devotos frente a la sacerdotisa de un culto divino.
En un momento, fija su mirada como una flecha y enuncia el carácter
casi sagrado de su misión: “Quiero que las putas puedan follar
libremente, en cualquier lugar, en la estratosfera, en donde sea con tal
de que estén contentas. Lo que yo quiero es la li-ber-tad”, dice y ríe
como quien arroja un rugido al aire. La que habla es la puta
revolucionaria. La militante.
Pero no siempre fue así.
En Zúrich, donde estudió arte y decoración durante los primeros años
de la década de los 40, llevó adelante una vida bohemia en la que el
amor dejó sus marcas. “Soy tan feliz de ser débil, a merced de mis
instintos, que me siento libre como los planetas”, escribió en una de
sus cartas. Años después, en 1952, regresó a Lausana donde se suceden
casamiento, hijo, divorcio, amantes, más hijos. Se ganó la vida como
podía: modelo de pintores, telefonista, camarera, venta de pañuelos de
seda con sus propios dibujos. Hasta que en 1961, a sus treinta y dos
años, rompió el círculo de los trabajos precarios, de la vida que se
deteriora, de los interrogatorios, de los expedientes, de mentir “cuando
hace falta” a las asistentes sociales, a los jueces, y huyó de Suiza
sin dinero, con dos de sus cuatro niños (Éléonore y Borís) y un negro
americano salido del asilo. Juntos viajaron a Alemania. Se instalan en
el barrio de artistas de Múnich- Schwabing, y para sobrevivir da sus
primeros pasos en la prostitución bajo el seudónimo de Mimí. “La
prostitución se presentó como una suerte de derrota. No tenía elección.
Tenía que comer todos los días”, dirá en una entrevista en 2002.
En sus comienzos Grisélidis Réal no estaba convencida de hacer un
trabajo de utilidad pública, la vocación le vendrá sólo con el tiempo.
En una carta dirigida al periodista y escritor francés Maurice Szafran,
escribe: “Lejos de ser un placer es más bien una tortura, la demolición
del alma y del cuerpo. Cada mañana, al amanecer, cuando me acuesto,
agotada, me parece que un rebaño de puercos me pasó por encima, que me
pisotearon, magullaron, babeado encima, escupido en mi cara, en mis
ojos, en mis orejas, en mi boca. Es una sensación de humillación y de
horror que me empujaría, más allá de la náusea, hasta la muerte. Si me
dejara llevar podría fácilmente, muy fácilmente, matar. Ves, no estoy
hecha para esto, y si no tuviera niños, robaría, mendigaría más bien”.
Pero su discurso pronto cambiará. Si antes afirmaba que “desnudarse
hasta el hueso, así, delante de la muchedumbre, es terrible”, a comienzo
de los años 70 afirmará que “la prostitución es una ciencia, un arte,
un humanismo…”.
Claro que todo eso vendrá luego.
Entre tanto, como Sísifo, Grisélidis fue condenada a empujar su
enorme piedra cuesta arriba. Una y otra vez. En 1963 pasó siete meses en
una cárcel de Múnich, acusada de haber vendido droga a soldados
americanos. “La vida en la prisión continúa. Afuera, la primavera
maravillosa, deslumbrante, jugosa, se desparrama en nosotros y apenas
podemos percibir una pizca dentro de las celdas”, escribió en su diario
de prisión
Suis-je encore vivante (Todavía estoy viva). En esa época se siente cerca de escritores como Henry Miller y devora
Diario del ladrón,
de Jean Genet, “escritores capaces de hacer frente a todos los agentes
de Calvino”. Leer la alejaba de la soledad y escribir la salvaba de la
marginalidad. En una carta dirigida a su primer editor, Bertil Galland,
explica por qué escribe: “para hacerme bien y no asfixiarme, porque en
la vida no se puede aullar, morder ni matar para vengarse de ciertas
cosas”. De vuelta en Ginebra, a finales de 1963, llevará adelante y
dando tumbos, la doble vida de prostituta y –siempre que los servicios
sociales se lo permitían– de madre. Se instaló en el barrio Pâquis,
conocido por sus putas, sus incendios, sus proxenetas y las borracheras.
Sobre la puerta de entrada de su apartamento colgó un cartel con la
inscripción
Solange–cortesana. Allí recibía tanto a los obreros
turcos, españoles y marroquíes, como a la alta burguesía suiza, hombres
que “nosotras salvamos del suicidio y de la soledad, aquellos que
encuentran en nuestros brazos y en nuestras vaginas el impulso vital del
que se les frustra en todo otro lugar”.
Ahora bien, a partir de 1969 sucede algo. Grisélidis deja de ejercer
la prostitución gracias a una beca destinada a escribir su primera
novela,
Le noir est une couleur (El negro es un color), que se
publicará en 1974 en la editorial Galland. Es un texto autobiográfico
donde narra los dos años (1962-1963) de su desbordada vida en Múnich. Su
huída a Alemania junto a un amante esquizofrénico, donde descubre el
jazz, los cabarets nocturnos y semiclandestinos, la prostitución, la
droga y la solidaridad de las familias gitanas supervivientes de los
campos nazis que viven en terrenos baldíos de la ciudad alemana. “Con un
júbilo salvaje abandoné todo: la pequeña vida triste y tranquila, las
sesiones de modelo para los pintores, la furtiva miseria de cada día”.
Pero sobre todo relata su encuentro con Rodwell, un soldado negro
americano con el que vivirá una pasión devoradora: “Sí, nos hemos amado,
nos hemos drogado, nos hemos destruido bajo los gritos roncos del
jazz”, se lee en el prólogo.
—Grisélidis describe con gran precisión la complejidad del alma
humana. Los extremos a los que se puede llegar. En 1966 viajó a Estados
Unidos, donde recorrió los barrios negros de Chicago para intentar
encontrar a Rodwell, de quien no tiene ningún dato y por quien mantiene
una pasión intacta. Este tipo de aventura sin sentido muestra hasta qué
punto ella era capaz de llegar, sin medir las consecuencias –afirma Yves
Pagès.
Grisélidis escribía, siempre, en todo momento, en toda situación, sin
parar. La escritura fue una maldición necesaria sin la cual no había
supervivencia posible. “El único amor que nos queda es una hiena
silenciosa que nos roe las tripas. Sí, eso es escribir”, dice en una de
sus cartas. Fue el periodista y escritor Jean-Luc Hennig quien la
descubrió cuando buscaba testimonios para escribir sobre la prostitución
masculina y terminó siendo el autor de varios libros sobre ella, el
primero en darse cuenta de que estaba frente a una escritora epistolar.
Fue él quien le propuso intercambiar una correspondencia que luego
recopiló en un libro llamado
La passe imaginaire (El polvo imaginario).
“Usted –resumió Hennig– no escribió, como leí, para sublimar su
condición de prostituta. Usted, simplemente, escribía para sobrevivir.
Que es el único modo de escribir. A la vida, a la muerte. Escribir para
no morir, prostituirse para no morir, fue su gloria”.
A Grisélidis, como un bosque que se regenera cuando arde, la escritura le permitió resistir.
Pero a pesar de haber dejado de ejercer la prostitución en 1969, las
cosas no mejoraron. La vida le reservaba una nueva pasión bajo las
garras de un gigoló tunecino violento, alcohólico, ladrón, mentiroso y
homosexual que le declara su amor a través de los barrotes de una
prisión. Lo conoció gracias a una amiga cuya pareja compartía su celda
con Hassine Ahmed, así se llamaba. Con él comenzará una larga
correspondencia. Le escribirá un total de ciento cincuenta cartas, pero
ya en la mitad de su correspondencia, y sin haberse visto ni una sola
vez, le declarará que es el amor de su vida. Luego irá a visitarlo y
allí comienza una pasión fulgurante, que se prolongará durante varios
años cuando Hassine recobre su libertad. Fue un amor apasionado,
diabólico, como lo demuestran frases como: “Mátame Hassine. Ponme en el
fondo del pozo de tu mirada, hazme zozobrar de tu soplo furioso que me
desgarra y me asola como un fuego en la selva”, o “… me quedo, Hassine
Ahmed, niño perdido al que se encerró demasiado [escribió después de
vivir uno de esos momentos de los que no se vuelve]. Me quedo llorando y
temblando, reflejada en tu cuerpo de donde me viene todo el dolor y el
amor. Y tú también lloras pidiéndome perdón”. Jean-Luc Hennig describe
en el prólogo al libro
Griselidis Courtisane (Grisélidis cortesana) que
ella llevaba sujeta en el pelo una hebilla con forma de estrella de mar
para esconder los huecos calvos que le dejaba su amante al arrancarle
los mechones cuando estaba ebrio. La pasión por su verdugo, este gigoló
borracho y violento, le costará caro. “Increíblemente, entre tantas
otras cosas, Grisélidis fue una mujer golpeada. Además de su ingenuidad,
de su inconstancia, ninguna lección le sirvió jamás” –explica Yves
Pagès–. “Para ella era vital vivir una aventura hasta el límite de lo
soportable, a pesar de correr el riesgo de quemarse las alas”.
Grisélidis vuelve a ser rehén de su propia autodestrucción. Sin embargo,
a pesar de haber hecho casi todo en contra de sí misma, la frase “hay
que vivir. Yo adoro la vida”, fue su lema.
Grisélidis se situaba fuera de las fronteras morales, al margen de
los “juicios piadosos” de una “Suiza biempensante”. En los años 70, la
escritora se unió a los movimientos de lucha de las mujeres y de las
prostitutas sumándose a la llamada
Revolución de las prostitutas,
que tuvo lugar en París cuando quinientas putas ocuparon la capilla de
Saint-Bernard pidiendo el reconocimiento de sus derechos. Exactamente en
1977 vuelve a la calle, “aunque nada la obliga. Sus hijos se muestran
estupefactos ante esta decisión”, explica Pagès, “ella se dice que es
suficientemente fuerte, que ya publicó un libro y que supo darle un
discurso a la rebelión de las prostitutas y que haría, a partir de ese
momento, algo diferente, menos doloroso. Para ella, entonces, se trataba
de un desafío estético, político y sexual. Grisélidis modeló su destino
y consiguió hacer de su lucha un arma de vida. ¿Cómo lograr emanciparse
de la desgracia cuando se tiene, como ella, una profunda alergia a la
obediencia, a los límites, a los imperativos del mundo del trabajo y al
conformismo social? Va a utilizar, a la vez, el arte, la prostitución,
sus amores, la amistad, todos los instrumentos que tiene en sus manos,
para ser ella misma”. Ella eligió de qué lado de la frontera estar.
—Grisélidis retoma su actividad de prostituta y se da cuenta de que
es una elección vital más interesante el hacerlo teniendo otra
aproximación a este oficio, y así nace la Grisélidis militante, la que
todos conocen, que afirma que “la prostitución es un arte, un humanismo,
una ciencia”. Tanto yo –recuerda Igor, su hijo mayor– como mis hermanos
tuvimos que soportar su lado militante, que rápidamente nos cansó.
Nosotros no queríamos ser los seguidores de una militante que pelea por
los derechos de las prostitutas, nosotros solo deseábamos tener una
mamá. Pero hay que reconocer que como madre no fue muy eficaz porque
invirtió toda su energía, su inteligencia y su alma, en su militancia.
Ir a su casa era salir inundado de folletos, escritos, fotocopias sobre
el tema, aunque yo le decía que no me interesaba para nada.
“En cuanto a mí, de vuelta a la acera y considerando que es una acto
revolucionario, ahora tomo mi placer donde lo encuentro, habiendo por
fin desembarazado mi cuerpo y mi espíritu de todos esos viejos tabúes:
pureza, esponsales, matrimonio, fidelidad ¿a qué? ¿a quién? Al cubo de
la basura educativa…”, escribió en 1977 en la revista alternativa
Marge.
En esos días, ella veía a algunos de sus hijos durante los fines de
semana. Recibía a sus clientes –o a sus “amantes”, como le gustaba
llamarlos– en su casa. “A veces traían regalos para mis hijos. Había
amor aunque también había violencia”. La libertad extrema, radical. Esa
fue su elección.
—Fueron mis hermanos los primeros en hablarme sobre el
métier
de Grisélidis. En ese momento no me importó, ya que estaba feliz del
reencuentro con mi madre –cuenta Igor–, nunca la juzgué aunque
discutíamos mucho. Ella me transmitía su visión anarquista,
contestataria. Yo no compartía su mirada, me parecía que el ejercicio de
la prostitución era lo opuesto a la autoestima. Para ella, yo expresaba
la misma opinión que el enemigo, por eso tratábamos de evitar el tema.
En aquella época, yo no tenía ganas de llevar la etiqueta
hijo de una prostituta.
Estaba harto de tener una vida marginal, precaria. Solo luego de su
muerte comprendí que hay mujeres que pueden ejercer este oficio con
convicción y sin hacerse daño.
Otras mujeres eligieron escribir, en primera persona, su experiencia
en los bordes del abismo. Como Albertine Sarrazin, una escritora
francesa muerta cuando solo contaba veintinueve años, autora de
La fuga,
donde relata sus años en la cárcel. “Pero –aclara Yves Pagès– su
escritura se acerca al testimonio sumado a un poco de lirismo. No es el
caso de Grisélidis que, a través de sus escritos, interroga a la figura
del artista, al deseo de absoluto”. Su naturaleza la llevaba a los
excesos. Mucho antes de hacer la calle –sus primeras cartas lo
atestiguan– Grisélidis Réal cedía a sus demonios, multiplicaba sus
amantes, se emborrachaba con vodka en las discotecas, bailaba y resolvía
sus penas de amor vaciando botellas. Su salud era sumamente frágil.
Contrajo todo tipo de enfermedades venéreas, como la sífilis, que curaba
con “una mezcla de penicilina y tres vasos de tinto”, escribe Hennig.
Grisélidis fue excesiva y singular hasta en la organización de su
trabajo. El deseo de orden y clasificación es lo primero que sorprende
al abrir
Carnet de bal d’une courtisane (también conocido como
El carnet negro).
Una suerte de trastienda sexual. Se trata de la relación de los usos y
costumbres de sus clientes, que Grisélidis registró de una manera
descarnada y bajo un estricto orden alfabético, durante casi 20 años (de
1977 a 1995). Fue su
memoria auxliliar. Este cuaderno se publicó por primera vez en 1979 en
Le fou parle (El loco habla),
una revista cultural en la cual participaba el escritor Georges Perec,
donde fue presentado como una especie de texto enumerativo y como un
documento casi psicosociológico sobre la práctica de los amores de pago.
“El efecto en serie, el lado alucinante de la repeticion. Este
parentesco con el arte contemporáneo y con el
oulipisme –movimiento
literario de los años 60 que erigió la imposición de límites a la
escritura en una forma de creación– me sedujo”, cuenta Pagès. Y es así
como el
Carnet de bal d’une courtisane fue reeditado en 2005 por su editorial al mismo tiempo que
Le noir est une couleur (El negro es un color).
En esta libreta ella anotaba todo. El desarrollo de los encuentros, los
nombres de sus clientes, los precios, la piel, las manías, la longitud
del sexo, las preferencias de cada uno, los vicios, las esperas, los
deseos.
—“Charlie, grande y barbudo con una pequeña barba pelirroja, gran
coche amarillo, dedo en el culo. Negocios en Franckfurt. 80 francos”.
—“Alec, hombre pequeño, dulce y atormentado, antiguo militar arrepentido, eyaculación precoz, 60 francos”.
—“François, cineasta, masoquista, enviado por Chantal –se ata él
mismo con una cuerda–azotarle las nalgas y por encima de los muslos,
chupar –vestirse con botas– larga ceremonia visual intelectual, 200
francos”.
—“Billal, árabe gentil de edad madura –sexo muy grande, largo– folla a lo papá/mamá. 60 francos. No da más que 50”.
Grisélidis defenderá el ejercicio de la prostitución hasta el final.
Proclamará que “es la salud mental de los hombres”, dará conferencias en
universidades, no dejará de militar a favor de las meretrices. Del
deseo, de lo sagrado y de la transgresión. “El Sexo es un órgano mágico
en comunión con la tierra y la muerte”, escribió en uno de sus muchos
artículos militantes. Hará de la prostitución la materia de sus libros y
la alabará escandalosamente –“un arte, un humanismo, una ciencia”– a
condición de ser una elección libre, aclarará. Su último cliente, luego
de tres décadas de ejercicio, la visitó en diciembre de 1995, a sus
sesenta y seis años. Era un obrero español que le pagaba 50 francos
suizos y se iba “con una sonrisa sencilla y agradecido”, escribió el 16
de enero de 2005. Para ese entonces ya hacía tres años que el cáncer la
retenía “entre sus garras”. Cuenta Igor que “al final de su vida
Grisélidis cambió, ella tenía una vertiente provocadora y chocante de la
que ya no tenía necesidad, la dejó completamente de lado. Cuando supo
que la muerte estaba cerca, se volvió una persona mucho más noble, más
digna”.
Marianne Schweizer trabaja en Aspasia, una asociacion de defensa de
las prostitutas fundada por Grisélidis en 1982. Recuerda esa época,
cuando la observaba acariciarse el vientre como una gata malherida y
decir “que le dolía la panza”, un modo de no nombrar al cáncer de
estómago que la desgarraba. “Fue una mujer muy valiente, un ser muy
entero, de una gran humanidad y que hasta último momento estuvo en
contacto con la realidad de sus colegas, a las que tanto defendió”
–evoca desde Ginebra.
“Treinta años de prostitución marcan, desgastan el cuerpo y el alma
y, sin embargo, ofrece un inmenso amor de la vida y el respeto humano
por los sufrimientos del Otro, y si el más allá existe, deseo bailar
allí músicas cíngaras, beber alcoholes maravillosos y reencontrar a mis
hombres, aquellos a los que amé, aquellos a los que odié, ayudé, alivié,
esperé, consideré, rechacé, reconforté por encima de todos los
prejuicios, los tabúes, las hipocresías de esta moral enferma e inhumana
de la que me evadí en busca de más libertad, aunque tuviera que
responder con la vida”. Así concluye su propia oración fúnebre.
Grisélidis Réal se soñó gitana, habitante de una isla desierta, alga
ebria, bailarina negra, pero fue –todo junto– la reina de la
provocación, una mujer golpeada y, sobre todo,
alguien rabiosamente
libre. Un ser vigoroso y decadente a la vez. “Usted tuvo una vida loca,
una vida desmesurada, revuelta, magullada y conmovedora. Quiso serlo
todo al mismo tiempo: prostituta, madre de cuatro niños, amante,
escritora. Quería arrancarle todo a la vida, usted no se arrepintió de
nada. Esta vez, la vida os es devuelta”, fueron las palabras leídas por
Jean-Luc Hennig el día en que el cuerpo de Grisélidis fue trasladado al
cementerio de los Reyes y depositado a pocos metros del de Jorge Luis
Borges, “el príncipe de los escritores argentinos”. Siempre imperial en
su desgarro, se mantuvo implacable frente al dolor hasta la lucha final
que la dejó postrada y enferma. Grisélidis,
la puta revolucionaria, se
sirvió de su palabra y de su cuerpo para transformar el espacio de
todas las derrotas en una pasión a la vez desvastadora y vital. Un
empeño que fue su gozo, su precio, y su tumba.
Renée Kantor es una periodista argentina radicada en Francia. Sus
artículos han sido publicados en medios de América Latina, España,
Alemania y Francia. También se desempeña como traductora y redactora
para agencias de comunicación. Obtuvo un Máster en Medios y Comunicación
en Université Paul Valéry-Montpellier I