domingo, 13 de agosto de 2023

Vivir su vida de Jean Luc Godard

 




Esta película es una de las múltiples en la que la protagonista, un día, por circunstancias varias, decide ejercer la prostitución, al final muere.

Casi todas las mujeres en prostitución, en el cine, o mueren o son rescatadas por el amor romántico. Hay muy pocas excepciones en las que aparece una mujer "empoderada"

lunes, 6 de junio de 2016

Poesías: Me emborracho de Putas. Rafe Guerra

Sólo queda un recuerdo
entre los párpados,
un silencio ahogado
entre los dedos.
Sólo la piel de Eva
me resguarda del frío,
instalado en mis huesos,
sin permiso.
No me encuentro en tu boca,
ni entre ellos,
ni bebiendo de un trago de ternura,
ni tan siquiera me encuentro,
en el hambre hambriento que palpita
en el bolsillo de esta tarde.
No me fui, pero no quiero encontrarme,
con la respuesta hipócrita de un adverbio,
con el bostezo amargo de unos labios,
con el ruido incesante de un martillo,
que golpea con furia,
las sienes de un lamento.
Me emborracho de putas y te alejo.
Se apagaron las luces de la escena,
todas ellas, todas a un tiempo,
y quedó sólo silencio.
© Rafi Guerra

martes, 3 de noviembre de 2015

Historia: Ruta turística en Málaga dónde se da a conocer la prostitución

La Historia de Málaga está repleta de personajes tan inquietantes como Alonso Yáñez Fajardo, nombrado putero mayor de la ciudad por los Reyes Católicos, a cargo de todas las mancebías
El paseo, de cerca de dos horas, comienza junto al Museo de Artes Populares, frente al Guadalmedina. Muy cerca de una de las antiguas puertas de entrada a la ciudad, la de Antequera. Trasiego de comerciantes y carros hace no tantos siglos. Los comerciantes, «cansados de un largo día de trabajo», buscarían descanso en las casas de prostitución de los arrabales. Ocurría en tiempos árabes, explica el guía de Cultopía Jorge Jiménez, pero también con el relevo de los Reyes Católicos.
El guía señala en dirección al convento de la Trinidad, antiguo campamento de Isabel la Católica, y lo saca a colación para hablar del fraile trinitario malagueño fray Diego de Velázquez, catedrático de Teología con ansias de medrar, de ascender en la vida. Y como no lo conseguía, «¿a quién me busco?, se dijo, y se buscó al diablo», cuenta el guía. Para disponer bien a tan peligrosa compañía convenció a un fraile del convento «bastante tonto» para que le consiguiera en Granada tres libros prohibidos, de los que extrajo algunas fórmulas para invocar al ángel caído. Una de ellas, que habrían desaconsejado los grandes chef de nuestros días, incluía la cocción de tres sapos para extraerles los huesos y oficiar con ellos una misa.
Al final el pastel se descubrió y los protagonistas recibieron un castigo ejemplar.
El grupo que participa en esta exótica ruta por la Historia políticamente incorrecta de Málaga, cerca de 40 personas, se traslada a la plaza de Camas, junto a la parte posterior del Museo de Artes Populares, antiguo Mesón de la Victoria, que era propiedad de los frailes mínimos. Los religiosos a su vez alquilaban el mesón a mesoneros que alojaban a prostitutas, «que también hacían de camareras», comenta el guía.
Esta idea de que las mancebas trabajaran en mesones partió de Alonso Yáñez Fajardo, a quien los Reyes Católicos dieron el negocio de las mancebías o casas de prostitución del Reino de Granada y podía considerarse putero mayor de Málaga, pues existían puteros menores, a cargo de las casas de las mancebas. Don Alonso cobraba por las boticas o habitaciones de las mujeres públicas, además de la comida, «un día pescado y por lo menos otro carne», destaca el guía, que resalta que la casa de citas más importante de Málaga en el Siglo de Oro fue, precisamente, el Mesón de la Victoria.
Había por entonces tres clases de prostitutas: arrabaleras (las más baratas, trabajaban en los arrabales), las mencionadas mancebas, organizadas en casas y por último las rameras o mujeres enamoradas: «Solían tener un amante adinerado, también podían tener otros y para distinguir sus casas ponían una rama verde sobre la puerta».
Y en esa sociedad estamentaria, en la que la vestimenta clasificaba a la persona, en tiempos ya de Felipe V el guía recuerda cómo las prostitutas debían vestir medios mantos negros y en los bordes del vestido unas puntas de tela parda, «de ahí la expresión irse de picos pardos».

Las mujeres de entonces, resalta Jorge Jiménez, sólo contaban con su honra y si esta se perdía, por ejemplo por un accidente, «dos testigos tenían que testificar que la virginidad se le había roto y que no era ligera de cascos», mientras que si la mujer era violada, podían incluso obligarle a casarse con un violador.
Al pie de la torre de la iglesia de San Juan, el grupo escucha la agitada vida de la familia Yáñez Fajardo.

Al morir don Alonso el cargo de putero mayor lo hereda su hijo Diego pero su madre, doña Leonor, quizá con mala conciencia por el negocio familiar decide abrir justo al lado de la iglesia, en la calle de las Cinco Bolas, una casa de arrepentidas, para sacar a 13 mujeres de la prostitución, algo que no agradará precisamente al hijo, que tratará de acabar con la iniciativa materna.
La vecindad de la iglesia de San Juan da pie para que el guía recuerde una de los métodos de adivinación más populares en esa Málaga bajo los Habsburgo: tirar las habas y leerlas. Una de las participantes del grupo prueba a tirarlas, algo que enlaza con la historia de una mujer llamada Bárdula, del sigo XVII, antigua procesada por brujería, quien encerrada en una casa de recogidas por el maltratador de su marido, durante el encierro aprendió hechizos y trató de influir con la magia en su marido para que la sacara de allí. «Pero quien la sacó fue su suegra», ironiza Jorge Jiménez.
El siguiente punto es la plaza de las Flores, antigua calle de Siete Revueltas –y antes de Doce Revueltas–, otra zona de casas de citas por su proximidad con la Plaza Mayor, escenario de fastos y corridas de toros y por tanto de trasiego de malagueños. Pero la plaza de las Flores es la excusa para escenificar otros ritos adivinatorios fascinantes. Uno de ellos, con un cedazo y tijeras, el segundo, mucho más sencillo, es el «palmo fuera, palmo dentro»: Se mide el antebrazo con la palma de la mano y si los palmos no faltan o sobran sino que caen justos, la respuesta es positiva.
El mimbre y el niño herniado
Otro rito, más próximo ya a la sanación, era la creencia de que si en la Noche de San Juan se reunían tres hombres llamados Juan y tres mujeres con el nombre de María y se pasaban un niño con hernia, además de un mimbre abierto por la mitad, se supone que si este mimbre, atado luego con una cuerda se volvía a unir pasados nueve días el niño estaba curado. La Inquisición de Granada, destaca el guía, llegó a abrir proceso «a más de 60 juanes y marías por este rito».
Son tiempos bravíos e incrédulos en los que la religión verdadera se afianza con la Santa Inquisición. En la plaza del Obispo, mientras el carrillón de la Catedral anuncia las siete de la tarde, el grupo escucha la increíble historia del viajero escocés del XVII William Lithgow, antipapista furibundo y con un salvoconducto para recorrer el globo en busca del reino fabuloso del Preste Juan. En su escala en Málaga Lithgow es detenido y torturado durante 47 días por las autoridades, en la creencia de que es un espía inglés. Al final el caso pasará al Santo Oficio (la Inquisición).
El embajador inglés y el Rey de España acuden finalmente en su auxilio. William es liberado y poco después narrará con pelos y señales su calvario en un libro que supondrá uno de los hitos de la Leyenda Negra y un furibundo ataque contra la Inquisición que, en realidad, no inició el proceso contra el escocés.
En este sentido, Jorge Jiménez apunta que «en cuatro siglos murieron por la Inquisición española 2.000 personas y por la inglesa la misma cifra en siglo y medio».
La siguiente etapa es el antiguo Hospital de Santo Tomás, frente a la iglesia del Sagrario. Es la hora de hablar de prácticas curativas poco ortodoxas, a las que se acogía la mayoría de la población porque el médico costaba un ojo de la cara. Por este motivo surgían personajes tan inquietantes como los saludadores, que podían «recibir donaciones pero no cobrar», cuenta el guía. Y eso que lo que en principio hacían era curar con la propia saliva, «sobre todo en casos de rabia».
Lo más chocante, aparte de que su saliva tuviera presuntas propiedades medicinales, era la autorización que tenían de las autoridades para ejercer este don de la Naturaleza y de hecho contaban con un certificado.
Y con el recuerdo de esta cura tan poco recomendable el grupo pasea hasta la iglesia de Santiago, la más antigua de Málaga y la única que cuenta con un cuadro de las ánimas del Purgatorio, a las que se rezaba para pedir favores «a cambio de aceite» y este aceite era luego repartido por el párroco entre los parroquianos más pobres.

Por último, la calle Císter y el Teatro Romano con más hechizos, mujeres antiguamente amancebadas y salvadas de la prostitución, así como búsquedas de tesoros.
Mar Rubio, la responsable de Cultopía, cuenta que todos los turnos de esta visita cultural para este puente de Todos los Santos están completos. La otra Historia de Málaga sale por fin del olvido. Y con éxito de público.
Fuente:  http://www.laopiniondemalaga.es/malaga/2015/11/02/prostitutas-brujas-hogueras-malaga/806024.html

lunes, 2 de noviembre de 2015

Arte: LA PROSTITUCIÓN EN EL ARTE DEL SIGLO XIX.




Rolla (1868) Museé des Beaux-Arts, Bordeaux – Francia.

Rolla es el título de una pintura del artista Henri Gervex, y es el producto del encuentro de la literatura y la pintura. También es el nombre del protagonista de una historia en verso, publicada por el autor francés Alfred de Musset en 1833.
En ese relato, el joven está enamorado de Marie, quien tiene una doble llamada Marion, una cortesana frente a la que él termina subyugado.
En el cuadro podemos ver a Marion cansada y dormida, mientras él le dirige una última mirada.

Rolla gastó hasta su última moneda para estar con Marion . Sus amigos lo sabían, así como también sabían que no lo verían más con vida. El esperó los primeros rayos del sol, se asomó por la ventana y la miró, rendida, cansada y dormida. Rolla termina envenenado en brazos de Marion.

El poema de Musset es contundente en su final:

“Y por lo tanto, ambos huyeron de las crueldades de la suerte, la niña en el sueño, y el hombre en la muerte”.

El cuadro fue presentado en el año 1868 y obviamente rechazado por ser demasiado desvergonzado. El autor contaba tan solo 16 años en el momento de esta creación.
 
 

sábado, 31 de octubre de 2015

Historia: Condiciones para ser prostituta en Lavapiés


Confinadas en el barranco de Lavapiés que hoy da nombre al barrio. Estigmatizadas socialmente bajo el tratamiento de rameras o cantoneras, el «viejo oficio» de la prostitución ha tenido sus normas en Madrid desde la Edad Media. Los historiadores sitúan en 1337 la primera fecha en la que un ordenamiento del rey Alfonso XI regula su ejercicio. La villa madrileña era una de las 24 con derecho a representación en el Consejo de Castilla y, por ende, estuvo sujeta a un especial control por parte de este órgano.
Las primeras disposiciones al respecto pusieron principalmente el foco en diferenciar a las prostitutas de cualquier otra mujer, prohibiendo que se ejerciera en la calle. El objetivo no era otro que mantener orden público. Sin embargo, con el paso de los siglos Madrid fue endureciendo su postura respecto a la prostitución. Así, a finales del siglo XVI, con Felipe II como rey, la Villa y Corte estipuló los requisitos para poder ser prostituta. Entre ellos estaba la obligatoriedad de no ser noble, haber perdido la virginidad y ser huérfana o de padres desconocidos. El único límite relacionado con la edad era que las mujeres tenían que ser mayores de doce años. Solo doce.
Además, sólo estaba permitido el ejercicio de su oficio en «casas públicas» burdeles con licencia– y sin dependencia de «rufianes», es decir proxenetas. Asimismo estaba prohibido vestir de manera provocativa con sedas y mantener relaciones sexuales en caso de tener enfermedades venéreas. Todo ello estaba castigado con una pena de cien azotes, la pérdida de todos los enseres y, en el último caso, con el destierro de la ciudad.

Control de la «salud pública»

La autoridades municipales obligaban a los médicos de la Cárcel de la Corte, conocidos en la época como cirujanos, a realizar revisiones en las casas públicas del barranco de Lavapiés. Asimismo, existía la obligación de que cada casa de prostitutas tuviera una «madre» –lo que hoy se conoce como una «madame»– para garantizar el cumplimiento de la normativa, el orden público y el pago de los impuestos a las arcas municipales. Las «madres» no podían cobrar nada más que no fuera por lavarles la ropa, hacerles la comida y permitirles el uso de las habitaciones. Para evitar las peleas, los hombres que acudían a estos burdeles debían dejar las armas fuera.

 http://www.abc.es/madrid/20150725/abci-normas-para-prostituta-villa-201507242129.html

miércoles, 14 de octubre de 2015

Arte: Museo de Orsay revive el esplendor y la miseria de la prostitución a través del arte

Maureen Lennon Zaninovic
Artes y Letras
El Mercurio

La pinacoteca parisina ofrece una mirada documentada y profunda de esta actividad. Desde Manet, pasando por Degas, Van Gogh, Toulouse-Lautrec y Picasso. Todos esos artistas clave del arte moderno se sintieron atraídos por ese mundo, ya sea idealizándolo, caricaturizándolo o, derechamente, condenándolo a través de sus obras más célebres.




Un contundente testimonio visual que evoca el estatuto ambivalente de las prostitutas: desde el "esplendor" de las que brillaron en el mundo del espectáculo hasta la "miseria" de quienes no tuvieron esa oportunidad de reconocimiento público, es lo que ofrece una de las muestras del momento de Europa.
Se trata de "Esplendor y miseria de la prostitución en París, 1850-1910" que actualmente exhibe el Museo de Orsay y que estará abierta hasta el 17 de enero.
Son alrededor de 200 obras de grandes maestros. Desde la "Olympia" de Manet a "Las señoritas de Avignon" de Picasso, pasando por creaciones icónicas de Toulouse-Lautrec, Degas, Van Gogh, Félicien Rops, Émile Bernard y una larguísima enumeración de nombres clave de la pintura moderna.
El título de la exposición es un guiño a la célebre novela de Honoré de Balzac: "Esplendor y miseria de las cortesanas" y alude al complejo escenario social parisino del siglo XIX. Es sabido que hacia 1850 París ya contaba con cerca de un millón de habitantes y dos décadas más tarde -alrededor de 1870- había duplicado ese número. La creciente inmigración del campo hacia la capital cambió de manera profunda las estructuras sociales y comportamientos de esa época. El surgimiento de una clase urbana-trabajadora y el impulso de la industria, también amasó una notable cantidad de dinero y con ello creció la oferta y la demanda por una serie de servicios. En este frenesí de consumo, la prostitución explotó y se convirtió en una actividad bullente.
La prostitución no solo estuvo circunscrita a los burdeles, esta práctica se infiltró por todos los poros de París y hasta comenzó a ser aceptada -de acuerdo a las crónicas históricas- como "un mal necesario para aplacar la brutalidad de las pasiones del hombre".
Los más importantes creadores de esos años (pintores y narradores) sucumbieron ante ella, ya sea idealizándola de manera romántica, caricaturizándola o -derechamente- condenándola. La palabra prostitución fue tan atractiva y evocadora durante el siglo XIX que hasta el poeta maldito Charles Baudelaire sentenció en su diario de vida: "¿Qué es el arte?: Prostitución".
"¿Por qué la prostitución fue un gran 'tema' para los artistas?" se preguntó recientemente en The New York Times Richard Thomson, uno de los curadores de esta muestra y profesor de Historia del Arte de la Universidad de Edimburgo. El académico añadió que si bien en este interés hubo un tema sexual, también hay que citar otras razones gravitantes.
"La ciudad comenzó a avanzar a pasos acelerados. En medio de esta locura, la sociedad parisina se imbuyó en una clima cada vez más comercial, ambiguo y obnubilado por el mundo del espectáculo. ¿Cómo podía uno estar seguro de que esa persona ejercía un determinado rol y no otro? ¿Esa mujer era realmente una cortesana o se estaba ante un error? Ese tipo de preguntas intrigaron y fascinaron a los artistas de esos años", puntualizó Richard Thomson a The New York Times.
¿Una nueva Babilonia?
En el catálogo de esta muestra, Marie Robert e Isolde Pludermacher, conservadoras del Museo de Orsay, sitúan entre el Segundo Imperio y la Belle Epoque el periodo cuando la prostitución se afirma como tema. Prueba de ello son las innumerables obras vinculadas con corrientes tan diversas como el academicismo, el naturalismo, el impresionismo, el fauvismo y el expresionismo.
"La ciudad se encuentra entonces en plena metamorfosis: nueva Babilonia para algunos, 'Ciudad Luz' para otros, y ofrece a los artistas cantidad de nuevas ubicaciones (salones de la alta sociedad, palcos de óperas, prostíbulos, cafés, bulevares...) donde observar el baile codificado de los amores tarifados", comentan estas profesionales y añaden que en la segunda mitad del siglo XIX, "mujeres honradas, prostitutas ocasionales, clandestinas o registradas oficialmente, se mezclan hasta confundirse en el espacio público. Durante las horas del día, cuando cualquier forma de prostitución explícita está proscrita, prevalece la ambigüedad. Estas identidades movedizas, esquivas, fascinan a los artistas que restituyen el clima equívoco del París moderno". Las teóricas del arte consideran que las "chicas públicas" se desvanecen y solo se distinguen "por sus palabras, gestos (al levantar la enagua para descubrir una botina), poses estudiadas o expresiones significativas (sonrisa discreta, mirada furtiva o sostenida), como lo muestran las obras de Boldini o Valtat".
El brillo mágico de las farolas
En el último tercio del siglo XIX, con la liberalización del comercio de lugares de venta de bebidas, se multiplican los cafés-concierto y cabarets. Algunos establecimientos, como el Moulin Rouge o el Folies-Bergère, atraen un público principalmente de turistas extranjeros que acuden tanto para apreciar el espectáculo en la sala, como por la posibilidad de encuentros casuales.
"Lo que me parece más bello de París es el bulevar... A la hora en que las farolas de gas brillan en los cristales, cuando retumban los cuchillos encima de las mesas de mármol, voy paseando por allí, apacible, envuelto en el humo de mi puro y mirando a través de él a las mujeres que pasan. ¡Aquí se extiende la prostitución, aquí los ojos brillan!". Estas líneas escritas en 1842 por Gustave Flaubert ("Madame Bovary") a su amigo, el político francés Ernest Chevalier, describen el espectáculo de la prostitución que ofrece un París transformado por la creación de los bulevares y el nuevo alumbrado urbano.
"Ya sean prostitutas de baja categoría o destacadas cortesanas, las 'bellas de noche' saben poner de relieve sus encantos gracias a la luz artificial, como lo muestran las obras de Anquetin, Béraud o Steinlen. Eligen a propósito detenerse a proximidad de una fuente de luz y juegan con 'el brillo mágico de las farolas' o los enfoques de 'luz cruda' para que resalten mejor sus rasgos maquillados, en la oscuridad. Al exhibirse así a la mirada de los paseantes, la prostitución se hace visible de noche, allí donde de día era discreta", señalan las conservadoras del Museo de Orsay.
Sin duda uno de los artistas emblemas de ese universo fue Henri de Toulouse-Lautrec. Nacido en 1864 y fallecido tempranamente a los 36 años en 1901, alcanzó notoriedad tras inmortalizar los barrios bohemios, la vida nocturna y sus locales más legendarios, como el Moulin Rouge de París. Pintó los bajos fondos y sus habitantes: actores, payasos, bailarinas y prostitutas, con un trazo absolutamente genial y reconocible. Los dueños de cabarets le pedían carteles para promocionar sus espectáculos; y entre otras, Jane Avril, bailarina del Moulin Rouge, fue una de sus musas más celebres. Como es sabido, el alcohol y la sífilis mermaron su salud. Pasó largos períodos en hospitales, sanatorios mentales, para finalmente llegar a casa de su madre, donde falleció.
"Toulouse-Lautrec proporciona, como nadie, un rostro a las prostitutas de su época. No las pinta en mujeres fatales ni en víctimas de la sociedad, sino como mujeres comunes y corrientes, imbuidas en sus actividades diarias", puntualizan Marie Robert e Isolde Pludermacher.
Waldemar Sommer, crítico de Artes y Letras, resalta que -más allá de la polémica o el morbo- hay que centrarse en las obras de la colección y como, muchas de ellas, "rescatan este mundo con bastante delicadeza, con la representación de mujeres que -pese a su condición- conservan su dignidad".
Pablo Chiuminatto, profesor del Instituto de Letras de la UC y uno de los curadores de la exitosa muestra de esculturas de Degas, exhibida en 2011 en el Museo de Bellas Artes, concluye: "Como la vida, los temas artísticos tienen una contraparte. El hecho que desde mediados del siglo XIX la prostitución se vuelva un tópico, es la contraparte de la producción explosiva del retrato burgués y los interiores iluminados por la belleza neoclásica. Esta es la otra cara de la representación del ser humano en el arte, que pasa de la inmaterialidad de la belleza idealizada a aquella real que implica otros aspectos como el atractivo extrañamiento de la fealdad, la decadencia y la trasgresión con la que convivimos a pesar de que no queramos verla"

fuente:  http://www.economiaynegocios.cl/noticias/noticias.asp?id=191036

martes, 22 de septiembre de 2015

Pintura: Exposición en el Museo Orsay de Paris, de obras sobre la prostitución

"Pierreuses" prostitutas que ejercen clandestinamente en descampados, en las profundidades de la noche, chicas "con tarjeta" e "insumisas" que ofrecen sus servicios en el espacio público, "verseuses", que fomentan el consumo de alcohol, empleadas por las cervecerías de mujeres, pensionistas de prostíbulos, cortesanas que reciben a sus admiradores en su lujoso palacete particular… En el siglo XIX, la prostitución adopta múltiples rostros.
Este carácter proteiforme e inclasificable ha obsesionado constantemente a novelistas y poetas, dramaturgos y compositores, pintores y escultores. La mayoría de los artistas del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX han enfocado los esplendores y miserias de la prostitución, que también se convirtió en un tema predilecto para los medios incipientes, como la fotografía y posteriormente el cine.
Fue en particular en París, entre el Segundo Imperio y la Belle Epoque, que la prostitución se afirma como tema, en obras vinculadas con corrientes tan diversas como el academicismo, el naturalismo, el impresionismo, el fauvismo o el expresionismo. La ciudad se encuentra entonces en plena metamorfosis: nueva Babilonia para algunos, "Ciudad Luz" para otros, ofrece a los artistas cantidad de nuevas ubicaciones (salones de la alta sociedad, palcos de óperas, prostíbulos, cafés, bulevares…) donde observar el baile codificado de los amores tarifados. En estas representaciones, a menudo contrastadas, se mezclan a la vez escrupulosa observación e imaginación, indiscreción y objetividad, enfoque clínico y fantasías desenfrenadas. Pero, por muy singulares que sean, todos estos enfoques hacia el mundo de la prostitución son exclusivamente de artistas masculinos. Asimismo, detrás de la evocación de los placeres y de los males, de los ascensos fulgurantes y de las vidas miserables, lo que se vislumbra también es el peso de la condición femenina, en la época moderna.
http://www.musee-orsay.fr/…/splendeurs-et-miseres-42671.htm…

sábado, 19 de septiembre de 2015

Canciones: "Yo soy esa" Juanita Reina


Canciones: "Aventurera" Agustín Lara


Vende caro tú amor, aventurera Da el precio del dolor, a tú pasado Y aquel, que de tú boca, la miel quiera Que pague con brillantes tú pecado Que pague con brillantes tú pecado Ya que la infamia de tú ruin destino Marchito tú admirable primavera Haz menos escabroso tú camino Vende caro tú amor aventurera Ya que la infamia de tú ruin destino Marchito tú admirable primavera Haz menos escabroso tú camino Vende caro tú amor aventurera Esta es una canción, que a pesar de que se mantiene el estigma, cómo mínimo hace que se empodere la prostituta, Ya que te "vendes" esta sería la palabra que estigmatiza, hazlo por "brillantes". No a cualquier precio.

sábado, 4 de julio de 2015

Historia: El sexo en la época romana

Visita teatralizada en el yacimiento de Ampuries "El sexo en la época romana".  En la historia podemos ver documentadas historias de mujeres meretrices, prostitutas, que progresaron, muchas eran pobres y hasta esclavas. Esta es Lucilla, "una esclava oriunda de Tarraco, que desde joven trabajaba para su amo, pero sus habilidades en la cama y su ingenio e inteligencia la llevaron a convertirse en una meretriz de lujo que seducia a senadores, cónsules y miembros de la alta sociedad romana. Sus buenas artes la condujeron a la libertad; emprende un viaje a Emporiae, con un rumbo diferente. Haciendo servir sus dotes de seducción y su innata inteligencia, dirigirá un burdel en Emporiare, dando el relevo a futuras damas del placer."

En  la actualidad, se estigmatiza tanto a las mujeres prostitutas, que se nos niega estas capacidades que tenemos, de sedución, la inteligencia, y el ingenio, se nos niega este poder, y se nos convierte en pobrecitas víctimas sometidas al capricho de los hombres y desafortunadamente, muchas viven con miedo, vergüenza y culpa, tal es el poder, del discurso de que hacer pagar por sexo, es lo más indigno que hay para una mujer.

Visita teatralitzada a l'entorn de l'exposició temporal al jaciment d'Empúries "El sexe en l'època romana".

Lucilla,  una esclava oriünda de Tarraco,  de ben jove va haver de posar-se a treballar al carrer per satisfer les ordres del seu amo. Però les seves habilitats al llit,  així com el seu enginy i la seva intel·ligència la van portar a convertir-se  en una meretriu de luxe que seduïa  a senadors, cònsols i membres de l’alta societat romana. Les seves bones arts la van conduir a la llibertat. Com a lliberta i amb el pes dels anys a la seva pell, Lucilla emprèn un viatge cap a Emporiae, però aquest cop amb un rumb diferent. Fent servir les seves millors dots de seducció i la seva innata intel·ligència, dirigirà un lupanar a Emporiae, donant el relleu a les futures dames del plaer.

La «meuca» Lucilla explicarà a Empúries els secrets del sexe a l´antiga Roma


Activitat recomanada a majors de 16 anys.

http://www.iconoserveis.com/catala.php#Empuries-Lucilla-una-meuca-romana

http://www.diaridegirona.cat/cultura/2015/06/24/meuca-lucilla-explicara-empuries-secrets/731232.html

lunes, 18 de mayo de 2015

Historia: Señora Mei

 Hay mucha documentación en la historia de mujeres que tenían mucho poder, prostitutas, hetairas, concubinas, mesalinas, cortesanas, pongamos las etiquetas que pongamos, la cuestión es que utilizaban su capital erótico, su sexualidad, y los hombres caían rendidos a sus pies...en la actualidad se las llama prostitutas de lujo. no se sabe mucho de ellas, salvo algún escándolo que otro que salta a la prensa. veremos si con el tiempo, la historia las pone en su lugar...


Una tumba de la dinastía Ming (SXV) descubierta en 2008 en Nanjing (China) ha desvelado un epitafio que narra una curiosa historia con más seis siglos de antigüedad. Concretamente, el texto mortuorio (traducido esta semana al inglés) cuenta la vida la «Señora Mei», una mujer que pasó de ser una concubina, a gobernar una pequeña región al suroeste del país. Todo ello, tras convertirse en la perfecta estratega militar. Así lo afirma la revista especializada «Live Science» en su versión digital.
El epitafio y la vida de esta mujer han sido hallados en una tumba de ladrillo que contaba, además, con varias pulseras, joyas y botes de perfume de un valor incalculable. Su vida no tiene desperdicio, pues pasó de ser una mujer «sin lavar y descuidada» a una famosa gobernante que llegó a dar consejos militares a su hijo para que combatiera y venciera a las tribus que asolaban por entonces la región desde «tierras lejanas». Una historia perdida que ha sido traducida directamente del chino por los investigadores que han encontrado el edificio.

Una historia de superación

Al parecer, y tal y como explican los arqueólogos de los Museos Municipales de Nanjing y Jiangning, Mei empezó siendo una concubina de Bin Mu, un duque de Quian que gobernó Yunnan y que contaba con tres esposas. Nacida en 1430, es muy probable que a los 15 años se casara con el noble, quien contaba por entonces 45 veranos a sus espaldas. «Mei fue probablemente una concubina con quien se terminó casando después de empezar a gobernar Yunnan», explican la revista «Wenwu», donde fue publicada la investigación original.
Hija de un heroico general, la vida de Mei cambió cuando dio a luz al hijo del duque, Mu Zong, quien tenía apenas 10 meses de edad cuando su padre murió. «Ella le educó con una fuerte disciplina y mantuvo los asuntos internos en orden. Nadie tenía queja», determinan los epitafios.
La antigua concubina obligó a su hijo a «estudiar noche y día y le enseñó la lealtad y la devoción filial», Cuando Mu Zong obtuvo la mayoría de edad, ambos viajaron hasta la residencia del emperador quien, por causas desconocidas, puso a la mujer al cargo de una región que antes había gobernado su padre durante su etapa como militar.
Concretamente, el gobernante le otorgó el título de «duquesa viuda». No debió proceder mal, pues era habitual que su hijo –dirigente de Yunnan tras la muerte del duque- le consultara casi constantemente cómo debía actuar. «La duquesa solía hablar con el nuevo duque de su lealtad al emperador, de cómo debía tratar con amabilidad a las personas bajo su mando y de las estrategias para llevar la paz a las tribus bárbaras y para pacificar tierras lejanas», añaden los escritos antiguos.
Mei murió a los 45 años en el año 1474. Los epitafios dicen que falleció de una extraña enfermedad al sur de Yunnan y su cuerpo fue llevado a Nanjing. «El día de su muerte, el pueblo, militares y civiles, ancianos y jóvenes, lloraron y lloraron por ella como si sus propios padres hubieran fallecido. Cuando el obituario llegó a la corte imperial, el emperador envió a varios funcionarios a la región y les ordenó preparar el funeral y el entierro», señala el epitafio.

miércoles, 18 de marzo de 2015

jueves, 26 de febrero de 2015

Literatura: "La curandera de Atenas". Novela sobre las hetairas. (porstitutas griegas)




«Las hetairas eran las mujeres más libres de la Grecia clásica»
Isabel Martín, una conocedora de la cultura griega. / RC
"Las hetairas eran quizás las mujeres más libres de la Grecia clásica". Quien así habla es Isabel Martín, autora de 'La curandera de Atenas', novela que acaba de aparecer en bolsillo a cargo del sello Booket. En su libro, Martín recrea la historia de una mujer que, por diversos avatares, llega a ser curandera y hetaira. Su libro es una buena ocasión para hablar de la mujer y el sexo en la Grecia del Pericles.
Les debemos a los griegos las matemáticas, la astronomía, el pensamiento filosófico, el teatro, la democracia y un largo etcétera de logros sociales y científicos. Pero también les debemos la cultura del hedonismo, del disfrute de la vida, del gusto por la fiesta, la juerga y el sexo, un legado que Occidente ha conseguido mantener a pesar de los múltiples y reiterados intentos del poder civil y religioso por reprimirlo. "En el fondo, todos seguimos siendo griegos, todos compartimos unos valores que nacieron hace más de dos mil quinientos años en una pequeña ciudad de apenas trescientos mil habitantes. Atenas desarrolló una sociedad sorprendente que brilló como una supernova para consumirse después dejando un legado que ha perdurado a lo largo de los siglos", explica Martín.
En esa ciudad, en la que solo cuarenta y cinco mil de sus habitantes eran considerados ciudadanos, la clase alta vivía por y para el disfrute, tanto intelectual como físico. Pero, para ver la situación en su conjunto, hay que tener en cuenta que Grecia era, y eso es también un legado que se ha perpetuado hasta nuestros días, una sociedad profundamente misógina. "No hay más que leer a Platón, para quien las mujeres son una degeneración física del ser humano, o a Aristóteles, que habla de las mujeres como "varones estériles" incapaces de preparar su fluido menstrual con el refinamiento suficiente para que se convierta en semen (en semilla)", apunta la autora.
En Atenas las mujeres acomodadas no podían tener propiedades, ellas mismas eran propiedad de su marido, vivían recluidas en los gineceos y no se relacionaban socialmente con su esposo, demasiado ocupado con sus múltiples actividades sociales, políticas e intelectuales y lúdicas.
Excepciones
Esta realidad, sin embargo, tenía asombrosas excepciones. Es el caso de las sacerdotisas, mujeres con un poder indiscutible, dada la gran importancia de la religión en la vida griega. Las curanderas y las hetairas eran, quizá, las únicas mujeres que gozaban de cierta libertad y estatus, al ser elementos fundamentales para esa vida de fiestas y jarana a la que tan aficionados eran los griegos. "Tenemos las hetairas para el placer; las concubinas para el uso diario y las esposas de nuestra misma clase para criar a los hijos y cuidar la casa", decía Demóstenes con gran pragmatismo.
"Las hetairas acompañaban a sus clientes a los lugares públicos y estos competían por conseguir a la hetaira más bella y famosa, pues su posesión era un signo de estatus indiscutible", señala la autora. Solían estar unidas a un solo amante durante meses e incluso años y los hombres les dedicaban atenciones que nunca hubieran soñado con brindar a sus esposas.
Pero no era solo sexo lo que las hetairas ofrecían a sus clientes. Eran cultas, algo poco habitual entre las mujeres griegas, educadas únicamente para atender las labores domésticas; eran indiscutibles árbitros de la moda; eran refinadas, sabían tocar instrumentos, hablar de política y filosofía, y, por supuesto, preparar las mejores fiestas en las que se bebía y se comía hasta la extenuación, se discutía de lo divino y lo humano, se cantaba, se escuchaba música y se dejaba vía libre a los instintos más primarios.
Es difícil para una persona del siglo XXI entender lo que podía significar en la sociedad griega el personaje de la hetaira, cuyo nombre, femenino de hetairos, "compañero", ya muestra su condición especial. Algunas de las hetairas más famosas llegaron a alcanzar una posición social muy elevada, sobre todo en ciudades prósperas como Corinto o Atenas, tanto que el nombre de alguna de estas mujeres ha llegado hasta nuestros días por su talento, su belleza o su codicia. Es el caso, por ejemplo de Hoia, a quien sus clientes apodaban 'Heléboro' porque esta planta se creía remedio contra la locura, o Rodopis, esclava que, tras comprar su libertad, llegó a ser rica y famosa. O la pobre Lais de Hicara, que fue linchada por un grupo de esposas en el santuario de Afrodita.
Aspasia de Mileto
Aunque quizá el ejemplo perfecto de la fama e influencia que podían alcanzar estas mujeres se encuentra en Aspasia de Mileto, la amante de Pericles, autocrator de Atenas en su época de mayor esplendor. Aspasia y Pericles mantuvieron una estrecha relación durante años; Pericles se divorció de su mujer, aunque no pudo casarse con Aspasia por una ley dictada por él mismo; tuvieron hijos y vivieron juntos hasta la muerte del estadista.
"Aspasia era una mujer sorprendente. Era de familia acomodada, pero huyó de su Mileto natal hacia Atenas por negarse a vivir la vida de ama de casa que su condición le auguraba", dice Isabel Martín. "Aspasia era una mujer muy culta, tanto que hasta el propio Sócrates alababa su inteligencia". Su belleza era legendaria y su hospitalidad: a sus salones acudían los más insignes filósofos y artistas del momento, lo que no era poco, y dirigió una escuela para niñas en la que no solo se enseñaba música o costura.
Como toda personalidad fuera de lo común, Aspasia fue víctima de la envidia y la maledicencia de sus conciudadanos. Fue acusada de impiedad ('asebeia'), algo muy común y peligroso en la época, por atreverse a hablar de los dioses en términos poco piadosos, y el propio Pericles tuvo que llorar ante la asamblea de ciudadanos implorando por su vida, lo que refleja el grado de democracia participativa que se llegó a alcanzar en la Atenas clásica, aunque esta democracia fuera ejercida solamente por cuarenta y cinco mil ciudadanos. 

domingo, 22 de febrero de 2015

La primera regulación de la prostitución

En la Antigua Grecia, las mujeres mantenían relaciones sexuales con sus clientes para financiar el culto de los templos dedicados a Venus, pero este fin religioso terminó desacralizándose con el paso del tiempo y su actividad se convirtió en un negocio que daba pingües beneficios. La unión de lo humano con lo divino se transformó en un fenómeno social, objeto de comercio y regulación. Es en ese momento cuando puede decirse que aparece la prostitución profana [1]. La primera reglamentación de este oficio se llevó a cabo durante el gobierno del arconte Solón, al que se considera fundador de la democracia ateniense y de su ordenamiento jurídico y uno de los siete sabios de Grecia [2]. En torno a las primeras décadas del siglo VI a.C. Solón creó unos burdeles, concebidos como recintos públicos donde los clientes recibían servicios sexuales a cambio de pagar unas tarifas establecidas por el Estado y controladas por funcionarios que verificaban los precios y los pagos. De este modo, además de mantener el orden público, el fisco ateniense obtuvo nuevos recursos con los que poder financiarse.
El Imperio Romano daría un paso más en la regulación de esta actividad y, en tiempos del emperador Marco Aurelio (180 d.C) las mujeres debían registrase como prostitutas para obtener la licentia stupri del edil que les autorizaba a ejercer su trabajo legalmente, pagando un porcentaje sobre sus beneficios. Como esta inscripción era obligatoria e indeleble –una vez [que] se inscribiera no podía nunca lavar su mancha deshonrosa, por más que renunciara a su infame tráfico, viviendo ya honestamente, contrayendo ventajoso matrimonio, dando a la república hijos casi legítimos, no había poder social ni religioso que pudiera rehabilitarla completamente ni aun borrar su nombre del archivo de la prostitución legal [3]– las meretrices, simplemente, solían registrase con un nombre falso. Hecha la ley, hecha la trampa; por ejemplo, la esposa de Claudio, la emperatriz Mesalina, competía con otras mujeres en los lupanares de Roma bajo el pseudónimo de Lycisca y, de hecho, el Diccionario de la RAE aún mantiene el significado de su nombre para designar a una mujer poderosa o aristócrata y de costumbres disolutas.

PD Citas: [1] FUNDACIÓN SOLIDARIDAD DEMOCRÁTICA. La prostitución de las mujeres. Bilbao: Instituto de la Mujer, 1988, p. 12. [2] PALAO HERRERO, J. El sistema jurídico ático clásico. Madrid: Dykinson, 2007, p. 23. [3] LACROIX, P. Historia de la prostitución en todos los pueblos del mundo. Barcelona: Juan Pons Editor, 1870, p. 282.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Les egipciaques


El convent de les Egipciaques (tercera entrega de "La Barcelona Sanadora")

Respiramos una bocanada más del aire "puro" campestre de Vallcarca, y nos disponemos a tomar rumbo a nuestra siguiente cita. Antes de subirme en el coche, miro de reojo el maletero, intentando urdir, en tres segundos, un plan para despistar a mis acompañantes, robarles las llaves, abrir el maletero, y profanar la caja negra sin que se den cuenta. Pero el extra de oxígeno que ha recibido mi cerebro en el ratito que hemos estado un poco alejados de la polución barcelonesa, no da para tanto.

Así que descendemos por la ladera de la urbanizada montaña para adentrarnos, una vez más, en las entrañas de la ciudad. Dejamos el coche cerca de la Ronda Sant Antoni, y me conducen a pie hacia la calle del Carme. Allí paramos en una esquina, y un rótulo, en lo alto, nos dice que estamos en la calle de Les Egipcíaques. La verdad es que he pasado mil veces por aquí, e incluso he observado, en ocasiones, el curioso nombre de esta calle, que une Carme con Hospital. Aunque nunca me había parado a pensar, ocupada mi mente siempre en cuestiones de vida o muerte, en el porqué de este nombre. Pero estoy a punto de descubrirlo.

Parece ser que el edificio colindado por las calles del Carme, Hospital y Egipcíaques, hoy sede del CSIC (Centre Superior d'Investigacions Científiques), albergara desde 1410 un centro asistencial muy particular llamado la "Casa de les Egipcíaques" o "Monestir de les donzelles", para la reclusión de mujeres bajo la devoción a María la Egipcíaca. Casualmente (o quizás no), este lugar había sido anteriormente, emplazamiento de "La Galera", una prisión de mujeres que fue más tarde trasladado a la calle Hospital.

"Qué interesante" pensé, pero ¿quíén era esta María Egipcíaca? y ¿qué tiene que ver todo esto con la sanación?

María de Egipto fue una "mujer de moral distraída" nacida en Egipto, pero que vivió en Alejandría (donde se distrajo su moral), y que en un viaje a Jerusalén sintió tal arrebato de arrepentimiento por su libertina vida, que decidió tomar los hábitos y vivir como una asceta en el desierto el resto de sus días. Siguiendo su ejemplo, la congregación de las Egipcíacas estaba formada por prostitutas arrepentidas que veneraban a María y que, como ella, expiaban su culpa convirtiéndose en siervas del señor (de segunda clase ya que, al haber perdido su virginidad, no podían tomar todos los votos monacales), y atendiendo a otras prostitutas arrepentidas o enfermas. Quizás por su vinculación y proximidad con el hospital de Barcelona, el convento acabó convirtiéndose en un lugar de acogida para prostitutas afectadas de enfermedades venéreas, y de aquellas que ya eran demasiado viejas para ejercer su oficio.

Paralelamente, existía en el barrio del Born, cerca de la calle Argentería, un conocido burdel, señalizado por una "carassa" o rostro de mujer esculpido en la piedra, que todavía se conserva (la carassa). Según se dice, durante la processión del Corpus Cristi, las moralmente distraídas empleadas de este establecimiento tenían costumbre de observar el desfile desde el balcón, objeto de las inquisidoras miradas de los feligreses. Hartas de semejante reproche y en señal de protesta, cuenta la historia que las prostitutas se orinaron encima del paso, desde el balcón, provocando semejante escándalo que desde entonces, las autoridades prohibieron el funcionamiento del conocido negocio y encerraron a estas mujeres en el convento de las Egipcíacas, durante las fiestas religiosas.

Lejos de lamentarse, las prostitutas encontraron en el convento el apoyo de sus ex-colegas de profesión, así como un lugar de sanación y reposo, e incluso una compensación económica, ya que las monjas ofrecían un sueldo diario, proveniente del alquiler de unos molinos, para aquellas mujeres que, durante unos días, dejaran el oficio y se recluyeran en oración en el convento.

Tan conveniente resultó este "castigo" de las autoridades, que se acabó estableciendo un acuerdo de colaboración entre ambos grupos de mujeres, en que las damas de la noche empezaron a hacer donaciones para que las religiosas pudieran llevar a cabo sus obras de caridad, convirtiéndose esto en una especie de mutua de salud que garantizaba a las meretrices atención médica y un hospicio para la tercera edad.

Eventualmente, el convento fue trasladado a otro enclave y la historia posterior no entra en la visita. Pero estoy fascinada. Mirando la fachada del CSIC, imagino, tras las ventanas, un ir y venir de putas y virtuosas, en un empeño de ayuda mutua. En plena Edad Media, cuando a la carta de los Derechos Humanos le quedaban aún unos cuantos siglos por nacer, parece increíble que semejante sistema tuviese lugar. Más allá de la caridad religiosa, el entendimiento entre humanos, en este caso mujeres, en base a una experiencia de vida similar, hizo posible un lugar de sanación a pesar de los prejuicios sociales de la época y de la hipocresía de las autoridades, a quienes les salió el tiro por la culata pues, gracias a su prohibición, las prostitutas salieron fortalecidas y las monjas beneficiadas. Y yo, cada vez que pase por la calle de las Egipcíaques, me imaginaré a ciertas damas orinándose encima de un paso, y salpicando a aquellos que debían haber mirado el paso, no a las putas.
http://terapiesannaorench.blogspot.com.es/2011/10/el-convent-de-les-egipciaques-tercera.html


viernes, 18 de julio de 2014

Putas imprescindibles: Grisélidis Réal: escritora, pintora, prostituta. La vecina de Borges en un cementerio de Ginebra

Grisélidis Real ha sido y es mi principal referencia, la que me dio, juntamente a Marga Carreras y Valeri Tasso, el coraje para dejar de sentir miedo, vergüenza y culpa, plantó cara juntamente a compañeras suyas, para luchar contra la violencia de los clientes y la polícia..y es más no es que ella sea la vecina de Borges, sino que Borges es el vecino de Grisélidis...

Montse Neira, prostituta y bloguera y escritora.

http://www.fronterad.com/?q=griselidis-real-escritora-pintora-prostituta-vecina-borges-en-cementerio-ginebra

Renée Kantor - 17-07-2014

Sobre una de las lápidas del prestigioso cementerio de los Reyes en Ginebra están grabadas estas tres palabras: Ecrivaine, peintre, prostituée y, entre paréntesis, dos años: 1929-2005. En la sepultura reposa Grisélidis Réal, rodeada de otros muertos lustres, como el escritor Jorge Luis Borges y el teólogo protestante Juan Calvino. Justo ella, la puta anticalvinista, que deseaba permanecer bien lejos de la “terrible religión judeocristiana y su noción hedionda del pecado”. La muerte permite que suceda lo inesperado: que el cielo y el infierno se junten. Aunque estar enterrada allí haya sido su deseo, que se cumplió el 9 de marzo de 2009, cuatro años después de su fallecimiento. Una última burla, una epifanía explosiva, dirigida a la Suiza biempensante y calvinista que lo vivió como una profanación.

Escribir sobre Grisélidis Réal (escritora, pintora, prostituta) es reunir los datos de varias vidas y construir con ellas otra vida que no se asemeja a ninguna. De ella se ha dicho y escrito de todo. Dicen que estaba loca. Que era un genio. Dicen que era autoritaria, agresiva y vulgar. Que era una humanista, una maldita. Grisélidis, alguien siempre al borde pero ¿al borde de qué? ¿Quién era Grisélidis Réal? ¿Quién fue esta mujer con nombre de actriz trágica griega, aspecto de gitana y voz rugosa? ¿En el pequeño demonio de Egipto, país donde pasó su infancia, cómo la llamaban de niña? ¿Una puta revolucionaria ?¿Una idealista ingenua ?

—Una puta iconoclasta al borde del quebranto.

Así la definió Yves Pagés, responsable de la editorial francesa Verticales, en el prólogo del libro Mémoires de l’inachevé (Memorias de lo inacabado), una recopilación que reúne sus cartas escritas entre 1954 y 1993. Un intercambio con personalidades de renombre como el escritor suizo Maurice Chappaz, un interlocutor esencial; con una de sus dos hermanas menores, con sus numerosos amantes. Una conversación literaria por momentos irascible, por momentos lírica. Una forma de autobiografía epistolar. En sus cartas pasa sin pausa del arrebato a la desesperanza, de un elogio ardiente y vivaz a la convicción de que “la vida es un asesinato permanente”.

—Creo que las cartas eran un pretexto para lanzarse a la escritura. Grisélidis era un ser que se guiaba por el deseo. No era alguien capaz de escribir en el vacío, ella escribía dentro de una relación. No escribía para cautivar literariamente, ella escribía para seducir a alguien. Estamos cerca de la novela libertina del siglo XVIII por sus descripciones de época y sus confesiones íntimas –explica Pagès desde París, por  teléfono.

Grisélidis Réal nació en Lausana, Suiza, en 1929. Murió setenta y seis años más tarde reivindicando toda su vida dos profesiones: prostituta y escritora. Hija de profesores, un padre helenista que falleció cuando ella tenía nueve años, pasó su infancia en Egipto, en Alejandría donde su padre –Walter Réal– era director de la Escuela suiza. “Tuve la posibilidad de tener padres intelectuales”, dirá ella al evocar su infancia. Al morir su padre, ella y sus hermanas menores –Corinnne y Viviane– recibieron una educación rígida y opresiva por parte de su madre, galerista en Ascona, un pueblo suizo. “A su madre le costaba mucho manejar a sus tres hijas”, cuenta Igor Schimek, su hijo mayor. “Ella tenía un modo muy abusivo de examinar el cuerpo de sus hijas, incluso sus partes más íntimas. Para mí se trata claramente de un abuso sexual”. Es que cada noche sucedía algo que iba más allá del sometimiento. Gisèle Réal Bourgeois obligaba a sus tres niñas a ponerse en fila sobre la cama, con las piernas al aire y abiertas para inspeccionarles el sexo. “Ah, está rojo. Serás castigada”, le decía a su hija mayor, Grisélidis, la única traicionada por ese color acusador. Cuando amainaba la presión incesante de su madre, era en la escuela donde la llamaban el demonio de Egipto. “Es mala, toma un látigo o una correa, le pega a sus hermanas y luego les cuenta historias de dragones y de brujas para darles miedo, las hace sufrir y les impide dormir”, se puede leer en su libreta escolar, transcrito en el prólogo de uno de sus libros.

También fue su madre quien la llamó Grisélidis –un nombre suave y sonoro– inspirándose en un cuento en prosa de Perrault, La marquisa de Salusses o La paciencia de Grisélidis, la historia de una granjera que se casa con un príncipe locamente enamorado de ella. Pero Grisélidis no tuvo esa suerte. Los padres de sus cuatro hijos la olvidaron. No hubo príncipe azul que la rescatara sino un breve paréntesis de paz mientras estudiaba en la escuela de artes aplicadas de Zúrich. Luego se instaló en Ginebra, donde se casó a los veinte años. Tuvo a su primer hijo a los veintitrés (Igor), se separó de su marido y tres años después, con otro hombre, tuvo a su única hija (Éléonore); luego nuevamente un hijo (Boris) junto a su primer marido y al año siguiente dio a luz al cuarto niño (Aurélien). Con solo treinta años era una mujer con cuatro niños de tres padres diferentes. Una madre sin recursos, que pierde y recupera de manera intermitente la guarda y custodia de sus hijos, que estarán o en casa de sus suegros o en familias de acogidas o en institutos.

—Grisélidis era una persona extrema, alguien que ha ido muy lejos en sus elecciones –explica Pagès–. Era una mujer terriblemente contradictoria: una madre capaz de sacrificarlo todo por sus hijos, pero que cuando los recuperaba sentía que no podía más y los daba. Yo diría que era la misma relación que tenía con la prostitución, ligada a la autodestrucción. Lo que me gusta, lo que me atrae de ella, es justamente la presencia de esas pulsiones contrarias. Era un ser impuro, en el sentido de que no era completamente una madre, ni completamente alcohólica, ni completamente una prostituta, ni completamente escritora o pintora. Era una aventurera.

En Confession d’une ancienne prostituée (Confesion de una antigua prostituta), su propio elogio fúnebre escrito en 1999, se lee: “Sí, he vivido y sobre todo me desintegré demasiado pronto, por todo: por haber muerto de hambre, por la ausencia de mi padre, por la presencia de una madre demasiado severa y sin embargo muy cariñosa, reventé por mi tuberculosis, por mis fracasos escolares, por la angustia delante de la policía, por las noches en busca de dinero, reventé de amor. Sí, he tenido cuatro niños, por casualidad, porque en aquella época la píldora no existía, y he estado embarazada once veces y todas las lágrimas del mundo no resucitarán a esos pobres embriones inocentes, masacrados a golpes de abortos más o menos oficiales y sangrientos, el último en prisión”.

¿Cómo entender esas líneas tan crueles? ¿De dónde colgar esas palabras cuando se es hijo?

—Creo que ella era un genio y también, como dijo el periodista Jean-Luc Hennig, quien la conoció muy bien, creo que Grisélidis estaba loca. Pienso que tenía un problema de personalidad, que era probablemente borderline. Tal vez haya encontrado en su forma de vida una manera de poner allí todo su talento y su energía en un combate que le ha permitido no enloquecer del todo. Grisélidis es alguien por quien yo tengo un enorme respeto. Me parece que al final de su vida adquirió una gran estatura como figura, una mayor trascendencia. No por el reconocimiento social, sino por sus reflexiones. Estoy muy orgulloso de mi madre, del ser humano que ha sido.

Esto dice Igor Schimek, 62 años, por teléfono, desde Vétroz, un pueblo suizo de cuatro mil habitantes. Hijo mayor de Grisélidis, fruto de su matrimonio con un joven pintor, Sylvain Schimeck. “Fue –afirma Igor sobre sus padres– un amor loco que terminó mal”. Para Igor, el encuentro con su madre –con esa madre– fue como saltar al abismo. Él la comprende, la estudia, como quien observa las caras de un poliedro. Pero también, como quien intenta descifrar las múltiples metamorfosis de la locura.

—Conocí a Grisélidis cuando acababa de cumplir mis diecisiete años. Ella me abandonó, me entregó a los seis meses a mis abuelos paternos porque, todo hay que decirlo, fue un abandono a pesar de las dificultades que tenía para educarme y para que no le quitaran la custodia. Mi padre jamás se ocupó de mí y mis abuelos impidieron todo contacto con Grisélidis. Tenían buenaa intencionwa, pero no creo que haya sido la mejor decisión.

A lo largo de la larga conversación telefónica, Igor llamará a su madre por su nombre: Grisélidis. “Jamás le dije mamá. Éramos como dos viejos amigos”. Antes del encuentro con su madre durante la adolescencia, Igor recuerda haberse cruzado con ella una o dos veces, cuando ella intentaba un acercamiento a escondidas. “Yo estuve muy traumatizado por el abandono, me ha costado mucho enamorarme y ser un compañero eficaz, ya que tenía un gran litigio que resolver con las mujeres”. Igor es el único de sus hijos que aceptó ofrecer su testinonio. Sus otros dos hermanos aceptan, a veces, entrevistas “aunque viven de un modo muy marginal. Yo soy el más normal de los cuatro”. Pero el gran misterio es Éléonore, su única hija, quien jamás aceptó hablar públicamente, la única que lleva el apellido Réal, ya que su padre no la reconoció. Cuando Igor habla de su hermana lo hace con una ternura arrolladora, pero su voz refleja inquietud. “Éléonore –dice Igor– ha idealizado mucho a Grisélidis durante su adolescencia y quedó prisionera de un modelo que no le es posible ni imitar ni superar. Tal vez no acepta participar en reportajes porque no quiere hablar mal de Grisélidis, pero tampoco quiere hablar bien. Ella no logró existir por sí misma”. Éléonore no logró liberarse de su propia biografía. Pero no fue la única. Sean valientes, combatientes, luchen contra la injusticia social, sean artistas. Ese fue el mandato que Grisélidis lanzó a sus hijos. Y de alguna manera –como pudieron– la escucharon: Igor es músico amaficionado además de educador especializado, Éléonore pinta, Aurélien es músico profesional, Boris esquivó el precepto artístico y vive alternativamente de un empleo de chofer o de trabajos esporádicos.

“Grisélidis no era especialmente aplastante, pero tenía una personalidad que no facilitaba la realización personal de sus hijos”. Tal vez, como dice Igor, no haya sido aplastante pero fue, sin duda, una mujer abrumadora. Actuó, habló, escribió, desde el hogar de los disidentes, de los malditos, de los que vivieron una infancia arrasada y a los que supo consolar gracias a “la compasión, la elegancia y al conocimiento duramente adquirido del alma y del cuerpo humano”. Grisélidis fue alguien capaz de saltar sobre el espacio ciego de la cárcel, la prostitución, la falta de dinero, los hijos dispersos, sin que aquello le haya impedido escribir, bailar, militar, amar. Alguien decidida a habitar un lugar en el que “ningún acto es razonable si no es sucitado en el fondo de nosotros mismos por nuestros deseos escondidos”.

En el documental Prostitución, filmado en 1976 por Jean-François Davy, se ve a Grisélidis en su pequeño apartamento de la rue du Cherche Midi en París, una superficie exigua donde se amontonan almohadones, libros y algunas plantas, todo envuelto en una humareda y arrullado por la música cíngara. Se la ve hermosa con su pelo negro largo y espeso, sus rasgos serenos. Baila rodeada de hombres y mujeres que la observan como devotos frente a la sacerdotisa de un culto divino. En un momento, fija su mirada como una flecha y enuncia el carácter casi sagrado de su misión: “Quiero que las putas puedan follar libremente, en cualquier lugar, en la estratosfera, en donde sea con tal de que estén contentas. Lo que yo quiero es la li-ber-tad”, dice y ríe como quien arroja un rugido al aire. La que habla es la puta revolucionaria. La militante.

Pero no siempre fue así.

En Zúrich, donde estudió arte y decoración durante los primeros años de la década de los 40, llevó adelante una vida bohemia en la que el amor dejó sus marcas. “Soy tan feliz de ser débil, a merced de mis instintos, que me siento libre como los planetas”, escribió en una de sus cartas. Años después, en 1952, regresó a Lausana donde se suceden casamiento, hijo, divorcio, amantes, más hijos. Se ganó la vida como podía: modelo de pintores, telefonista, camarera, venta de pañuelos de seda con sus propios dibujos. Hasta que en 1961, a sus treinta y dos años, rompió el círculo de los trabajos precarios, de la vida que se deteriora, de los interrogatorios, de los expedientes, de mentir “cuando hace falta” a las asistentes sociales, a los jueces, y huyó de Suiza sin dinero, con dos de sus cuatro niños (Éléonore y Borís) y un negro americano salido del asilo. Juntos viajaron a Alemania. Se instalan en el barrio de artistas de Múnich- Schwabing, y para sobrevivir da sus primeros pasos en la prostitución bajo el seudónimo de Mimí. “La prostitución se presentó como una suerte de derrota. No tenía elección. Tenía que comer todos los días”, dirá en una entrevista en 2002.

En sus comienzos Grisélidis Réal no estaba convencida de hacer un trabajo de utilidad pública, la vocación le vendrá sólo con el tiempo. En una carta dirigida al periodista y escritor francés Maurice Szafran, escribe: “Lejos de ser un placer es más bien una tortura, la demolición del alma y del cuerpo. Cada mañana, al amanecer, cuando me acuesto, agotada, me parece que un rebaño de puercos me pasó por encima, que me pisotearon, magullaron, babeado encima, escupido en mi cara, en mis ojos, en mis orejas, en mi boca. Es una sensación de humillación y de horror que me empujaría, más allá de la náusea, hasta la muerte. Si me dejara llevar podría fácilmente, muy fácilmente, matar. Ves, no estoy hecha para esto, y si no tuviera niños, robaría, mendigaría más bien”. Pero su discurso pronto cambiará. Si antes afirmaba que “desnudarse hasta el hueso, así, delante de la muchedumbre, es terrible”, a comienzo de los años 70 afirmará que “la prostitución es una ciencia, un arte, un humanismo…”.

Claro que todo eso vendrá luego.

Entre tanto, como Sísifo, Grisélidis fue condenada a empujar su enorme piedra cuesta arriba. Una y otra vez. En 1963 pasó siete meses en una cárcel de Múnich, acusada de haber vendido droga a soldados americanos. “La vida en la prisión continúa. Afuera, la primavera maravillosa, deslumbrante, jugosa, se desparrama en nosotros y apenas podemos percibir una pizca dentro de las celdas”, escribió en su diario de prisión Suis-je encore vivante (Todavía estoy viva). En esa época se siente cerca de escritores como Henry Miller y devora Diario del ladrón, de Jean Genet, “escritores capaces de hacer frente a todos los agentes de Calvino”. Leer la alejaba de la soledad y escribir la salvaba de la marginalidad. En una carta dirigida a su primer editor, Bertil Galland, explica por qué escribe: “para hacerme bien y no asfixiarme, porque en la vida no se puede aullar, morder ni matar para vengarse de ciertas cosas”. De vuelta en Ginebra, a finales de 1963, llevará adelante y dando tumbos, la doble vida de prostituta y –siempre que los servicios sociales se lo permitían– de madre. Se instaló en el barrio Pâquis, conocido por sus putas, sus incendios, sus proxenetas y las borracheras. Sobre la puerta de entrada de su apartamento colgó un cartel con la inscripción Solange–cortesana. Allí recibía tanto a los obreros turcos, españoles y marroquíes, como a la alta burguesía suiza, hombres que “nosotras salvamos del suicidio y de la soledad, aquellos que encuentran en nuestros brazos y en nuestras vaginas el impulso vital del que se les frustra en todo otro lugar”.

Ahora bien, a partir de 1969 sucede algo. Grisélidis deja de ejercer la prostitución gracias a una beca destinada a escribir su primera novela, Le noir est une couleur (El negro es un color), que se publicará en 1974 en la editorial Galland. Es un texto autobiográfico donde narra los dos años (1962-1963) de su desbordada vida en Múnich. Su huída a Alemania junto a un amante esquizofrénico, donde descubre el jazz, los cabarets nocturnos y semiclandestinos, la prostitución, la droga y la solidaridad de las familias gitanas supervivientes de los campos nazis que viven en terrenos baldíos de la ciudad alemana. “Con un júbilo salvaje abandoné todo: la pequeña vida triste y tranquila, las sesiones de modelo para los pintores, la furtiva miseria de cada día”. Pero sobre todo relata su encuentro con Rodwell, un soldado negro americano con el que vivirá una pasión devoradora: “Sí, nos hemos amado, nos hemos drogado, nos hemos destruido bajo los gritos roncos del jazz”, se lee en el prólogo.

—Grisélidis describe con gran precisión la complejidad del alma humana. Los extremos a los que se puede llegar. En 1966 viajó a Estados Unidos, donde recorrió los barrios negros de Chicago para intentar encontrar a Rodwell, de quien no tiene ningún dato y por quien mantiene una pasión intacta. Este tipo de aventura sin sentido muestra hasta qué punto ella era capaz de llegar, sin medir las consecuencias –afirma Yves Pagès.

Grisélidis escribía, siempre, en todo momento, en toda situación, sin parar. La escritura fue una maldición necesaria sin la cual no había supervivencia posible. “El único amor que nos queda es una hiena silenciosa que nos roe las tripas. Sí, eso es escribir”, dice en una de sus cartas. Fue el periodista y escritor Jean-Luc Hennig quien la descubrió cuando buscaba testimonios para escribir sobre la prostitución masculina y terminó siendo el autor de varios libros sobre ella, el primero en darse cuenta de que estaba frente a una escritora epistolar. Fue él quien le propuso intercambiar una correspondencia que luego recopiló en un libro llamado La passe imaginaire (El polvo imaginario). “Usted –resumió Hennig– no escribió, como leí, para sublimar su condición de prostituta. Usted, simplemente, escribía para sobrevivir. Que es el único modo de escribir. A la vida, a la muerte. Escribir para no morir, prostituirse para no morir, fue su gloria”. A Grisélidis, como un bosque que se regenera cuando arde, la escritura le permitió resistir.

Pero a pesar de haber dejado de ejercer la prostitución en 1969, las cosas no mejoraron. La vida le reservaba una nueva pasión bajo las garras de un gigoló tunecino violento, alcohólico, ladrón, mentiroso y homosexual que le declara su amor a través de los barrotes de una prisión. Lo conoció gracias a una amiga cuya pareja compartía su celda con Hassine Ahmed, así se llamaba. Con él comenzará una larga correspondencia. Le escribirá un total de ciento cincuenta cartas, pero ya en la mitad de su correspondencia, y sin haberse visto ni una sola vez, le declarará que es el amor de su vida. Luego irá a visitarlo y allí comienza una pasión fulgurante, que se prolongará durante varios años cuando Hassine recobre su libertad. Fue un amor apasionado, diabólico, como lo demuestran frases como: “Mátame Hassine. Ponme en el fondo del pozo de tu mirada, hazme zozobrar de tu soplo furioso que me desgarra y me asola como un fuego en la selva”, o “… me quedo, Hassine Ahmed, niño perdido al que se encerró demasiado [escribió después de vivir uno de esos momentos de los que no se vuelve]. Me quedo llorando y temblando, reflejada en tu cuerpo de donde me viene todo el dolor y el amor. Y tú también lloras pidiéndome perdón”. Jean-Luc Hennig describe en el prólogo al libro Griselidis Courtisane (Grisélidis cortesana) que ella llevaba sujeta en el pelo una hebilla con forma de estrella de mar para esconder los huecos calvos que le dejaba su amante al arrancarle los mechones cuando estaba ebrio. La pasión por su verdugo, este gigoló borracho y violento, le costará caro. “Increíblemente, entre tantas otras cosas, Grisélidis fue una mujer golpeada. Además de su ingenuidad, de su inconstancia, ninguna lección le sirvió jamás” –explica Yves Pagès–. “Para ella era vital vivir una aventura hasta el límite de lo soportable, a pesar de correr el riesgo de quemarse las alas”. Grisélidis vuelve a ser rehén de su propia autodestrucción. Sin embargo, a pesar de haber hecho casi todo en  contra de sí misma, la frase “hay que vivir. Yo adoro la vida”, fue su lema.

Grisélidis se situaba fuera de las fronteras morales, al margen de los “juicios piadosos” de una “Suiza biempensante”. En los años 70, la escritora se unió a los movimientos de lucha de las mujeres y de las prostitutas sumándose a la llamada Revolución de las prostitutas, que tuvo lugar en París cuando quinientas putas ocuparon la capilla de Saint-Bernard pidiendo el reconocimiento de sus derechos. Exactamente en 1977 vuelve a la calle, “aunque nada la obliga. Sus hijos se muestran estupefactos ante esta decisión”, explica Pagès, “ella se dice que es suficientemente fuerte, que ya publicó un libro y que supo darle un discurso a la rebelión de las prostitutas y que haría, a partir de ese momento, algo diferente, menos doloroso. Para ella, entonces, se trataba de un desafío estético, político y sexual. Grisélidis modeló su destino y consiguió hacer de su lucha un arma de vida. ¿Cómo lograr emanciparse de la desgracia cuando se tiene, como ella, una profunda alergia a la obediencia, a los límites, a los imperativos del mundo del trabajo y al conformismo social? Va a utilizar, a la vez, el arte, la prostitución, sus amores, la amistad, todos los instrumentos que tiene en sus manos, para ser ella misma”. Ella eligió de qué lado de la frontera estar.

—Grisélidis retoma su actividad de prostituta y se da cuenta de que es una elección vital más interesante el hacerlo teniendo otra aproximación a este oficio, y así nace la Grisélidis militante, la que todos conocen, que afirma que “la prostitución es un arte, un humanismo, una ciencia”. Tanto yo –recuerda Igor, su hijo mayor– como mis hermanos tuvimos que soportar su lado militante, que rápidamente nos cansó. Nosotros no queríamos ser los seguidores de una militante que pelea por los derechos de las prostitutas, nosotros solo deseábamos tener una mamá. Pero hay que reconocer que como madre no fue muy eficaz porque invirtió toda su energía, su inteligencia y su alma, en su militancia. Ir a su casa era salir inundado de folletos, escritos, fotocopias sobre el tema, aunque yo le decía que no me interesaba para nada.

“En cuanto a mí, de vuelta a la acera y considerando que es una acto revolucionario, ahora tomo mi placer donde lo encuentro, habiendo por fin desembarazado mi cuerpo y mi espíritu de todos esos viejos tabúes: pureza, esponsales, matrimonio, fidelidad ¿a qué? ¿a quién? Al cubo de la basura educativa…”, escribió en 1977 en la revista alternativa Marge.

En esos días, ella veía a algunos de sus hijos durante los fines de semana. Recibía a sus clientes –o a sus “amantes”, como le gustaba llamarlos– en su casa. “A veces traían regalos para mis hijos. Había amor aunque también había violencia”. La libertad extrema, radical. Esa fue su elección.

—Fueron mis hermanos los primeros en hablarme sobre el métier de Grisélidis. En ese momento no me importó, ya que estaba feliz del reencuentro con mi madre –cuenta Igor–, nunca la juzgué aunque discutíamos mucho. Ella me transmitía su visión anarquista, contestataria. Yo no compartía su mirada, me parecía que el ejercicio de la prostitución era lo opuesto a la autoestima. Para ella, yo expresaba la misma opinión que el enemigo, por eso tratábamos de evitar el tema. En aquella época, yo no tenía ganas de llevar la etiqueta hijo de una prostituta. Estaba harto de tener una vida marginal, precaria. Solo luego de su muerte comprendí que hay mujeres que pueden ejercer este oficio con convicción y sin hacerse daño.

Otras mujeres eligieron escribir, en primera persona, su experiencia en los bordes del abismo. Como Albertine Sarrazin, una escritora francesa muerta cuando solo contaba veintinueve años, autora de La fuga, donde relata sus años en la cárcel. “Pero –aclara Yves Pagès– su escritura se acerca al testimonio sumado a un poco de lirismo. No es el caso de Grisélidis que, a través de sus escritos, interroga a la figura del artista, al deseo de absoluto”. Su naturaleza la llevaba a los excesos. Mucho antes de hacer la calle –sus primeras cartas lo atestiguan– Grisélidis Réal cedía a sus demonios, multiplicaba sus amantes, se emborrachaba con vodka en las discotecas, bailaba y resolvía sus penas de amor vaciando botellas. Su salud era sumamente frágil. Contrajo todo tipo de enfermedades venéreas, como la sífilis, que curaba con “una mezcla de penicilina y tres vasos de tinto”, escribe Hennig.

Grisélidis fue excesiva y singular hasta en la organización de su trabajo. El deseo de orden y clasificación es lo primero que sorprende al abrir Carnet de bal d’une courtisane (también conocido como El carnet negro). Una suerte de trastienda sexual. Se trata de la relación de los usos y costumbres de sus clientes, que Grisélidis registró de una manera descarnada y bajo un estricto orden alfabético, durante casi 20 años (de 1977 a 1995). Fue su memoria auxliliar. Este cuaderno se publicó por primera vez en 1979 en Le fou parle (El loco habla), una revista cultural en la cual participaba el escritor Georges Perec, donde fue presentado como una especie de texto enumerativo y como un documento casi psicosociológico sobre la práctica de los amores de pago. “El efecto en serie, el lado alucinante de la repeticion. Este parentesco con el arte contemporáneo y con el oulipisme –movimiento literario de los años 60 que erigió la imposición de límites a la escritura en una forma de creación– me sedujo”, cuenta Pagès. Y es así como el Carnet de bal d’une courtisane fue reeditado en 2005 por su editorial al mismo tiempo que  Le noir est une couleur (El negro es un color). En esta libreta ella anotaba todo. El desarrollo de los encuentros, los nombres de sus clientes, los precios, la piel, las manías, la longitud del sexo, las preferencias de cada uno, los vicios, las esperas, los deseos.

—“Charlie, grande y barbudo con una pequeña barba pelirroja, gran coche amarillo, dedo en el culo. Negocios en Franckfurt. 80 francos”.

—“Alec, hombre pequeño, dulce y atormentado, antiguo militar arrepentido, eyaculación precoz, 60 francos”.

—“François, cineasta, masoquista, enviado por Chantal –se ata él mismo con una cuerda–azotarle las nalgas y por encima de los muslos, chupar –vestirse con botas– larga ceremonia visual intelectual, 200 francos”.

—“Billal, árabe gentil de edad madura –sexo muy grande, largo– folla a lo papá/mamá. 60 francos. No da más que 50”.

Grisélidis defenderá el ejercicio de la prostitución hasta el final. Proclamará que “es la salud mental de los hombres”, dará conferencias en universidades, no dejará de militar a favor de las meretrices. Del deseo, de lo sagrado y de la transgresión. “El Sexo es un órgano mágico en comunión con la tierra y la muerte”, escribió en uno de sus muchos artículos militantes. Hará de la prostitución la materia de sus libros y la alabará escandalosamente –“un arte, un humanismo, una ciencia”– a condición de ser una elección libre, aclarará. Su último cliente, luego de tres décadas de ejercicio, la visitó en diciembre de 1995, a sus sesenta y seis años. Era un obrero español que le pagaba 50 francos suizos y se iba “con una sonrisa sencilla y agradecido”, escribió el 16 de enero de 2005. Para ese entonces ya hacía tres años que el cáncer la retenía “entre sus garras”. Cuenta Igor que “al final de su vida Grisélidis cambió, ella tenía una vertiente provocadora y chocante de la que ya no tenía necesidad, la dejó completamente de lado. Cuando supo que la muerte estaba cerca, se volvió una persona mucho más noble, más digna”.

Marianne Schweizer trabaja en Aspasia, una asociacion de defensa de las prostitutas fundada por Grisélidis en 1982. Recuerda esa época, cuando la observaba acariciarse el vientre como una gata malherida y decir “que le dolía la panza”, un modo de no nombrar al cáncer de estómago que la desgarraba. “Fue una mujer muy valiente, un ser muy entero, de una gran humanidad y que hasta último momento estuvo en contacto con la realidad de sus colegas, a las que tanto defendió” –evoca desde Ginebra.

“Treinta años de prostitución marcan, desgastan el cuerpo y el alma y, sin embargo, ofrece un inmenso amor de la vida y el respeto humano por los sufrimientos del Otro, y si el más allá existe, deseo bailar allí músicas cíngaras, beber alcoholes maravillosos y reencontrar a mis hombres, aquellos a los que amé, aquellos a los que odié, ayudé, alivié, esperé, consideré, rechacé, reconforté por encima de todos los prejuicios, los tabúes, las hipocresías de esta moral enferma e inhumana de la que me evadí en busca de más libertad, aunque tuviera que responder con la vida”. Así concluye su propia oración fúnebre.

Grisélidis Réal se soñó gitana, habitante de una isla desierta, alga ebria, bailarina negra, pero fue –todo junto– la reina de la provocación, una mujer golpeada y, sobre todo, alguien rabiosamente libre. Un ser vigoroso y decadente a la vez. “Usted tuvo una vida loca, una vida desmesurada, revuelta, magullada y conmovedora. Quiso serlo todo al mismo tiempo: prostituta, madre de cuatro niños, amante, escritora. Quería arrancarle todo a la vida, usted no se arrepintió de nada. Esta vez, la vida os es devuelta”, fueron las palabras leídas por Jean-Luc Hennig el día en que el cuerpo de Grisélidis fue trasladado al cementerio de los Reyes y depositado a pocos metros del de Jorge Luis Borges, “el príncipe de los escritores argentinos”. Siempre imperial en su desgarro, se mantuvo implacable frente al dolor hasta la lucha final que la dejó postrada y enferma. Grisélidis, la puta revolucionaria, se sirvió de su palabra y de su cuerpo para transformar el espacio de todas las derrotas en una pasión a la vez desvastadora y vital. Un empeño que fue su gozo, su precio, y su tumba.




Renée Kantor es una periodista argentina radicada en Francia. Sus artículos han sido publicados en medios de América Latina, España, Alemania y Francia. También se desempeña como traductora y redactora para agencias de comunicación. Obtuvo un Máster en Medios y Comunicación en Université Paul Valéry-Montpellier I

viernes, 11 de julio de 2014

Historia: Las “Maisons Tolérées”, burdeles en el frente.

Las “Maisons Tolérées”, burdeles en el frente.

 

Todas las tardes a las seis, las puertas del establecimiento más popular de Dunquerque, en la costa belga, se abrían puntualmente a sus ansiosos clientes. Probablemente alguno llevaba esperando varias horas bajo la lluvia, pero todo se olvidaba una vez dentro con la vista de una docena de mujeres escasamente vestidas con lencería de seda que dejaba intuir lo que se escondía debajo. Una noche de relajación, un momento de liberación, un trance escapista para olvidar el ruido, la podredumbre y la siempre cercana sensación de muerte que los soldados sufrían en las trincheras. No sabían cuánto tiempo les quedaba de vida, aunque algunos tenían una idea aproximada. En la zona del Somme en 1916, la esperanza media de vida en el frente de un recién llegado, era de seis semanas, razón de más para disfrutar de todas las experiencias de una vida lo más pronto posible. Y la necesidad era más urgente entre los reclutas más jóvenes, nadie quería morir virgen.
Escena de la película Ruedas de Terror

Durante la Primera Guerra Mundial, y no muy diferente a lo que sucede en otras lides, las tropas en el frente tuvieron a su disposición una red de burdeles aprobado, o al menos tolerados por las autoridades, como vehículo de evasión de las miserias bélicas. Hacia 1917, un oficial inglés investigando el fenómeno, contó 137 de dichos establecimientos en 34 pueblos del norte y noreste francés. Tan sólo en el puerto de Le Havre, se contaron 171.000 visitas en un periodo de dos años. Para los franceses era lo más normal que sus jóvenes soldados se relajaran en los brazos de una prostituta e incluso el Alto Mando fomentaba los burdeles y enviaba médicos para llevar a cabo exámenes médicos periódicos a sus empleadas. Los británicos, siguiendo la tradición de “donde fueres haz lo que vieres”, se hicieron de la vista gorda, aunque el Secretario de Guerra Lord Kitchener ordenó la publicación y distribución de un panfleto en el que advertía a las tropas de no dejarse llevar por los cantos de sirena del vino y las mujeres. Los estadounidenses fueron aún más lejos, prohibiendo taxativamente a sus soldados cualquier contacto carnal con prostitutas y amenazando con un consejo de guerra a aquel descuidado que contrajera alguna enfermedad venérea.
Como suele suceder en otros casos, las diferencias entre rangos se mantenían a la hora de buscar compañía temporal. Había burdeles con lámpara azul para los oficiales, y otros con lámpara roja para la soldada, y aún dentro de cada uno se distinguían los estratos, pues los niveles salariales de los ejércitos variaban mucho, y siendo los peor pagados, los británicos tenían que conformarse con las mujeres menos atractivas que los australianos, neozelandeses y canadienses rechazaban.
Salón de la Rue des Moulins. Toulouse-Lautrec 1894).
Salón de la Rue des Moulins. Toulouse-Lautrec 1894).
Muchos la consideraban como una necesidad fisiológica, pero no todos los combatientes sucumbieron a la prostitución. Algunos se acercaban a la casa de lenocinio más cercana para echar un vistazo y tomarse una copa, pero finalmente se retiraban sin premio, ya fuese porque el precio exigido era muy alto, o porque la vista del espectáculo propiciaba remordimientos de conciencia. Aún así, durante los cuatro años de conflicto, 150.000 británicos fueron tratados en los hospitales con enfermedades venéreas, aunque no hay cifras para los demás ejércitos. Para evitarlas o disminuir el contagio, algunos burdeles contrataban a una mujer que revisaba a los soldados antes de pasar a las habitaciones.
Muy llamativo es el caso de muchos soldados que buscaban ser infectados a propósito, pues aunque las molestias eran grandes, los 30 días de hospitalización alejados de la muerte en las trincheras bien valían el sufrimiento. Ante esta demanda, las prostitutas Trabajadora del sexoenfermas ganaban incluso más dinero que las sanas. También existen menciones testimoniales de prostitutas francesas que fueron incentivadas por el Alto Mando para transmitir enfermedades venéreas a oficiales del ejército alemán, y en algún lugar he leído que algunas fueron condecoradas al final de la guerra, pero no he podido confirmar este último caso. Pocos soldados dejaron escritas sus sensaciones al visitar un burdel, pero me quedo con las palabras del Teniente James Butlin: “Ruan ha resultado ruinoso para mi bolsillo (y qué decir de mi moral), pero lo he disfrutado”.
En estos días que conmemoramos el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial y recordamos a sus protagonistas, se me ocurrió que faltaban entre ellos las mujeres que la historia ha ocultado. Ahora bien, he rascado durante un tiempo en el otro lado de la tortilla, sin embargo, si la documentación sobre el tema es bastante escaza al hablar de los soldados y sus visitas a “uno de esos lugares de intenciones diabólicas”, menos aún existe sobre la suerte de las prostitutas. Personalmente, no he encontrado ningún testimonio femenino, y no es difícil entender las razones, pero eso no ha evitado que hoy quisiera recordarlas.
 http://cienciahistorica.com/2014/07/10/las-maisons-tolerees-burdeles-en-el-frente/